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Camino de Santiago
3 novembre 2006

Manojo con niña yemení

Si la distancia no existiera, ella estaría aquí, la niña vendedora de flores, tendiendo el manojo de flores y tomillo que recogió en la ladera frente a su casa y fue a vender al zoco de la ciudad de Jibbla, en el Yemen. Cuando apretaba la pestilencia de la basura acumulada en las calles estrechas que circundan la mezquita, apareció la niña vendedora de flores e impuso la luz de sus ojos y el aroma del tomillo desde su mano tendida.

Y si el tiempo no existiera, el manojo de sus flores no se marchitaría ahora en el vaso junto al escritorio y se mantendría siempre fragante. Pero el tiempo acecha y apenas dentro de algunos meses a la niña vendedora de flores le llegará su primera regla y con ella se despedirá del zoco de Jibbla y no volverá a salir de su casa hasta que quede convenido el matrimonio que le está destinado dentro de unos pocos años, apenas entrada en la pubertad. Irá entonces a vivir a la casa de la familia de su marido, a trabajar a las órdenes de su suegra, de donde no saldrá sino de manera esporádica, a hurtadillas y encubierta, con los ojos como brasas detrás de su mirilla, hasta que una menopausia temprana la franquee de esa servidumbre y le permita ir a cambiar unas cuantas palabras con los comerciantes y artesanos que trabajan en el zoco, donde ahora vende flores, después de haber parido y criado una decena de hijos y haber convenido el matrimonio de esos hijos, como su madre convendrá pronto el suyo. Pero ni siquiera es seguro que alcance esos privilegios de la edad, la esperanza de vida de la niña vendedora de flores de Jibbla es hoy por hoy de apenas 58 años, veinte años menos que la edad a la que el comprador del manojo puede aspirar.

Y si el Yemen no existiera, otro país viejo como el mundo ocuparía su sitio, un país con casas encaramadas entre peñascos y ciudades con altos minaretes, donde canta el muecín cinco veces al día llamando al rezo, y zocos estrechos donde se aprietan artesanos hacedores de objetos asombrosos. Un país periférico, como se dice, rico de historia y pobre de solemnidad, donde sólo son visibles los hombres, y van vestidos con faldón y chaqueta, llevan un corvo al cinto y se toman entre ellos de las manos, y parecen refinados y bruscos a la vez, y mudos o conversadores, un país anterior al plástico pero ya con bolsas de plástico destripadas flameando entre los espinos, con un jefe de estado que se demora hace treinta años en el poder según se desprende de sus veneradas imágenes, un país donde los escasos turistas acarician la ilusión de ser otros, viajeros de otro tiempo o emisarios de otro mundo, eso, mientras no los secuestren.

Y si la niña vendedora no existiera, el comprador de manojos se preguntaría dónde habría de encontrarla, en qué ciudad construida por una reina hace mil años, allí mismo de donde se traído consigo el manojo de flores y tomillo que ahora se marchita junto a su escritorio.

Y si el comprador de flores no existiera, la niña vendedora estaría allí, como siempre, con su palangana de aluminio al hombro llena de agua para refrescar sus flores, con su vestido azul y su tocado blanco y sus ojos negrísimos, tendiendo un manojo de flores  y tomillo a quien quiera olerlo y comprarlo por apenas cien ryales, esperando una vida llena de promesas, una vida en el centro del tiempo y la distancia, junto al zoco de Jibbla.

Publicado por El Utopista pragmático

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