Emocionante y duro es enfrentarse de nuevo a los textos, a la figura de Rodrigo Lira y a la época que representan. Los años oscuros, oscurísimos, vuelven a la memoria y la inquietan. Se me ocurren estos esbozos, con trazos muy gruesos, de algunos recuerdos de Rodrigo. Sobre su total exactitud no tengo certeza.

Adolfo Estrella


Uno

Rodrigo Lira, vestido con esa extraña mezcla de militar, guerrillero y socio de club de críquet inglés, camina sobre los prados del Pedagógico, cerca de la glorieta y las bugambilias. Viene de hablar con los jardineros del lugar. Sus intenciones, me dice, son estudiar Paisajismo, opción que se le presenta mucho más atractiva que sus aburridos estudios de lingüística. Los jardineros lo miran desde la distancia.

Dos

Patio del Museo Benjamín Vicuña Mackena. Me cuenta que está entusiasmado con un gran proyecto: importar, desde Méjico, ojolotes, un anfibio cuyos ejemplares en estado larvario son de gran belleza y que, en su opinión, constituirían un gran atractivo en la fuente del museo. Describe pormenorizadamente el proceso de reproducción de los bichos y se ríe con esa risa tan propia y tan cercana al llanto.

Tres

En algún semisecreto escenario universitario, en la época emergente de la ACU. Nuestro taller Terrón debutaba en las lides declamatorias. Leo, empujado por un irresponsable narcisismo juvenil, un malísimo poema de manufactura personal. De repente, aparece un extraño personaje disfrazado de chino que, interrumpiendo violentamente mi patética puesta en escena, recita un poema con fonética oriental, es decir, cambiando erres por eles, y cuyo contenido, entre otras cosas, hacía juegos de palabras con ACU: 'acupuntula', etc. Es Rodrigo Lira y, en ese momento, lo odio profundamente. Ahora pienso que me salvó, providencialmente, de seguir haciendo el ridículo.

Cuatro

Verano del ochenta y uno. Camino por Avenida Grecia, por la vereda de los 'edificios rojos', cerca de la casa de mis padres. Rodrigo va hacia su departamento (Avda. Grecia 907, departamento 22) y me invita a pasar. El lugar, austero, oscuro, con algunos montones de libros por el suelo, tenía una taza de WC sobre la mesa del comedor. Le cuento de mi cercano viaje a España. Me pide que le envíe cómics españoles y me entrega una lista. Me comprometo a hacerlo. No lo recuerdo pero, probablemente, no haya cumplido con el compromiso. Unos meses después, en ese mismo lugar, decide dar por concluido su sufrimiento.