Ultravioleta ultraviolenta
¿Se puede reír de todo? A condición de que sea divertido, decía un humorista.
Circula por internet
un curioso documento filmado por una televisión local belga. A propósito de la
iniciativa de apagar la luz cinco minutos para manifestarse contra el cambio
climático, una señora se muestra escéptica. No somos nosotros los culpables del
agujero en la capa de ozono, afirma. ¿Quién, entonces? La señora es asertiva y no
duda en desplegar su teoría: los responsables son los cohetes y otros artefactos
enviados al espacio. Además, agrega, quienes los lanzan ni siquiera se dan el
trabajo de hacerlos pasar por el mismo agujero.
Aparte de mover a
risa, el extracto despierta dos o tres preocupaciones. La primera es ésta: ¿Se
puede reír de todo? A condición de que sea divertido, decía un humorista. De
acuerdo, pero ahora en serio: soltar una memez frente a un micrófono en una
calle de su pueblo, ¿lo condena a uno al eterno escarnio del prójimo en los
computadores ajenos? Queda sembrada la inquietud, como dice Jota Eme, maestro de
maestros.
La segunda
inquietud que nos siembra la dama de los cohetes es que, por lo visto, entre la
ciencia y la gente parece haber más de un puente cortado. Y como para construir
un puente que se sostenga hay que llamar a un perito, le pido a un amigo
ingeniero, al que no le falta sentido común, que me explique por qué un país
como Chile está expuesto, como ningún otro, a las consecuencias ultraviolentas
de la radiación ultravioleta.
El ozono, me dice,
es una molécula compuesta de tres átomos de oxígeno que funciona como filtro
solar evitando el paso de la dañina radiación ultravioleta. Chile, como se sabe, al igual que Australia y Nueva
Zelanda, está situado en una zona donde el debilitamiento del ozono es mayor
que en el resto del mundo. ¿Por qué? Porque la menor temperatura en la
estratosfera polar permite la descomposición de los gases que contienen cloro y
la consiguiente destrucción del ozono. Así es como han aumentado grandemente
los casos de cáncer a la piel y de cataratas oculares en los campos y las
ciudades de Chile.
A pesar de que el
uso y la emisión de gases clorados han ido disminuyendo, su concentración en la
atmósfera aumenta, porque los gases emitidos años atrás siguen subiendo a la estratosfera.
Entre los muchos efectos nocivos del exceso de radiación ultravioleta se
encuentra la disminución de las plantas marinas, principalmente del fitoplancton.
Todo lo cual se traduce en una mengua de la absorción de dióxido de carbono,
que está acelerando el calentamiento global.
Resulta instructivo
constatar que gases emitidos hace veinte o treinta años continúan hoy activos y
agrandando el agujero de la capa de ozono. Sobre todo ahora, cuando las voces
que proponen como solución para la crisis energética la construcción de una o de
varias centrales nucleares, afirman, sin despeinarse, que ya se verá qué
hacemos con los desechos que generarían esas plantas, teniendo como tiene Chile
botaderos tan grandes como Atacama y la Patagonia.
Los abogados de la causa nuclear y otros adoradores del desarrollo “a la china” (300 millones de personas sin acceso al agua potable y 400 mil muertos cada año en razón de la contaminación del aire), pretenden ignorar un dato de base, y es que sólo queda uranio para diez o quince años, el mismo tiempo que llevaría construir una central nuclear. Las plantas nucleares emplean uranio como combustible y no hay sustituto para éste. No tener en cuenta este dato ultraviolento es un error de la talla del hoyo en la capa de ozono. O de la talla de los cohetes de la señora belga.
8 de marzo de 2007 PDF
PS: Entrevista de James Lovelock con los lectores de El País, ayer. Un lector pregunta:
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