Adolfo Estrella
Extrañamiento y entrañamiento
En el siglo diecinueve dos visitantes extranjeros, Rugendas y Graham, describieron la sociedad chilena en los primeros años de su vida independiente. Rugendas, pintor, permaneció once años en el país y dibujó con trazo romántico escenas de la vida urbana y rural de las clases sociales de la época. Graham, escritora, se queda en el país un poco menos tiempo pero lo estudia y lo describe con detalle después de ver morir a su marido, un oficial británico, en la travesía por el Cabo de Hornos. Dicen que para evitar que se descompusiera el cadáver del marino, lo llevaron a Santiago dentro un barril de ron: técnica de conservación tan poco fina como eficaz.
Rugendas y Graham expresan la mirada del extranjero sobre un espacio exótico sobre el cual sabían poco y querían menos. Para los que nacimos, pero que voluntariamente hemos optado por no vivir allí, sin embargo, mirar, describir y analizar a Chile, es bastante más complejo. El país en el cual nacimos y crecimos es, al mismo tiempo, propio y ajeno, cercano y lejano, “entraño” y extraño. Cada viaje es, a la vez, un regreso a la patria y una primera incursión solitaria en territorio comanche. Por eso, a veces salimos de allí gorditos y colmados de cariño y otras veces traemos el alma y el cuerpo llenos de heridas. Por mi parte, esta vez, he vuelto afónico...
El país nos importa, imposible negarlo pero, simultáneamente, no podemos dejar de comportarnos como naturalistas observando bichitos o como antropólogos participando en los rituales de una tribu a la que conocemos, porque es nuestra tribu, pero a la cual observamos con la distancia emocional que nos concede la lejanía intencionalmente mantenida a través de los años. La tribu salta, canta, se pintarrajea la cara y nos invita a la danza común pero declinamos la invitación y preferimos mantenernos a la orilla del ruedo.
Hay un deber de pertenencia que directa o indirectamente se nos exige cumplir a los que dejamos el país. “Tú eres chileno” se nos espeta. Y uno responde que sí, que obviamente, pero sintiendo, a la vez, que no lo es en absoluto, y que, incluso, no sabe si quiere serlo, como tampoco sabe si quiere ser español, boliviano, belga, chino o lapón, porque rechaza la categoría nacional como un criterio de identidad relevante. En realidad, no tiene idea qué es lo que significa ser chileno. Pero nuestro interlocutor no nos hace caso y defiende una pertenencia eterna que nos ataría de por vida a esa tierra y a esa cultura y que no podríamos desatar sin incurrir en traición o deslealtad. Uno, inútilmente, trata de mostrar que es posible buscar identidades electivas o adquiridas y desconfiar de aquellas adscritas, innatas o pretendidamente naturales. Nuestro interlocutor sencillamente no nos escucha. Por nuestra parte, tampoco realizamos más esfuerzos por hacernos entender. Entonces, pergeñamos estas estampas, después de nuestro reciente viaje al territorio de la tribu sin estar muy seguro de nuestro derecho a realizarlas.
Nacionalismo
El surrealista Matta les proponía a los chilenos que vendieran el país y se compraran un terrenito cerca de París (otros afirman que era una propuesta del poeta Molina). La idea, aunque cara en su ejecución, no es mala pero, por supuesto, no es bienvenida en una sociedad con un nacionalismo en alza. Nacionalismo de camiseta tricolor y gritos de “Viva Chile” a la primera oportunidad. Nacionalismo transideológico, orgulloso de los “éxitos” del país. Nacionalismo iracundo, gritón, grosero y feo como todos cuando se junta la manada. El nacionalismo chileno, enfermedad infantil del desarrollismo salvaje, no es peor que otros, ni mejor, pero a este cronista se le antoja “rasca”, con estética de barra brava e ideología de primer curso de escuela militar.
Como todos los nacionalismos nace más de las frustraciones que de los éxitos colectivos. Como todos, expresa más la inseguridad del débil que la certidumbre del fuerte. La soberbia es su máscara. En la actualidad, es más social que político, más folklórico que programático. Pero, vaya uno a saber si, cuando lleguen las vacas flacas, no aparecerá el caudillo de pacotilla que se ofrezca redimir a las masas invitándolas a un camino de gloria.
Pobres
“Los pobres están poblando el paraíso”, dijo alguna vez el poeta Zurita. Y es rigurosamente cierto. La dinámica de los percentiles, objeto sagrado de la religión de los economistas, muestra una disminución de la miseria. Pero eso significa que los miserables dejan de serlo y pasan a ser pobres; nadie transita desde un campamento o una población marginal a La Dehesa, salvo para ir a limpiar casas. Por lo tanto, hay más pobres. Eso sí, pobres con tarjeta de crédito de Almacenes París, es decir, pobres en el paraíso. Pobres que creen que han dejado de serlo cuando pagan el televisor de treinta pulgadas en cuotas infinitas. Aleluya: el paraíso sobre la tierra chilena ha llegado. Dios existe, Zurita es su profeta y los bancos son su Iglesia.
Deudas y créditos
Chile es una gran deuda. La externa, la que se tenía con los acreedores extranjeros se ha ido pagando a costa de los sacrificios de los de siempre. El pago de las deudas internas, las financieras y las morales, continua diferido. Las deudas financieras individuales más bien crecen y crecen. El capitalismo periférico chileno, subordinado y sumiso se sostiene, entre otras cosas, por el endeudamiento generalizado de la población: puede usted pagar a plazos desde la compra diaria del supermercado, pasando por unas zapatillas deportivas, hasta una casa. Todo es comprable porque todo es financiable: sólo hace falta tener el tiempo vital para pagar las deudas: muérase usted cuando le corresponda, ni antes ni después, el sistema se lo agradecerá.
Las deudas morales, las que el país tiene con sus pobres, sus desaparecidos, sus torturados, se pagan en pequeñas cuotas y a largo plazo. No están en la agenda de casi nadie porque lo importante es no “hacer olitas”, no poner en peligro lo conseguido, aceptar que todo se hará “en la medida de lo posible”. La ética del posibilismo carcome los liderazgos y entristece los sueños comunes.
Autopistas
En Chile las autopistas son estupendas y los chilenos se enorgullecen de ellas, como se enorgullecen de los centros comerciales y de los barrios de los ricos en los que nunca vivirán pero que consideran como propios. Eso sí, en las privadísimas autopistas nacionales, hay que pagar múltiples peajes para seguir la senda del desarrollo. Las autopistas son excelentes metáforas del país. Las autopistas de Chile, rectas, ordenadas, bien señalizadas nos advierten de los peligros y cuidan a los automovilistas. Pueden ser, sin embargo, trampas mortales para los miserables (todavía quedan algunos) y pobres (hay muchos) que viven a su vera y tratan de cruzarlas. Los diseñadores de las autopistas han dispuesto pasarelas cada cierta cantidad de kilómetros para que éstos transiten, ordenadamente, de un lado a otro. Pero algunos testarudos o incivilizados que, mire que mala pata, tienen su trabajo o sus familiares al otro lado de la vía, no lo hacen y se lanzan a cruzarlas. Algunos mueren en el intento. ¿Qué haría usted si le pusieran una barrera entre su casa y el colegio de los niños o entre su casa y el trabajo? Pero no se preocupe, si usted no es pobre o miserable eso nunca le sucederá. Eso sí, le podrán plantar un edificio de quince pisos junto a su casa de manera que cuando salga a colgar los calzoncillos recién lavados los vecinos del piso ocho lo comentarán mientras comen.
Farmacias
Por todas partes farmacias y más farmacias. Por doquier emergen estos bazares de la abundancia consumista. Las esquinas son su hábitat preferido. Ofrecen desde chocolates hasta “fierritos para anticuchos”; desde mantas térmicas y pañales hasta analgésicos y ansiolíticos. Sin legislación que limite el giro de su negocio, las farmacias chilenas, propiedad de grandes cadenas comerciales, cubren todo el espectro del consumo y se integran perfectamente en sus espacios. Dentro de los supermercados son su complemento perfecto. La sociedad chilena consume pastillas con voracidad. El engranaje funciona a la perfección: el sistema seduce con sus objetos, la imposibilidad de acceder a ellos o el alto coste que implica hacerlo genera frustración y ansiedad. Pero allí están los analgésicos, para los males del cuerpo y los ansióliticos para los males del alma, inmediatamente a la salida, después de pasar por caja.
Transantiago
Ingenieros, políticos, consultores y funcionarios consiguieron convertir algo pésimo en algo aún peor. Esto tiene su mérito, no podemos negarlo. Lo que pudo ser una gran acción civilizadora para una ciudad con un transporte público salvaje acabó convertido en un desastre histórico de grandes proporciones, suma de despropósitos, errores de bulto, irresponsabilidades e ineficiencias sin límite. Todos ellos impunes, por supuesto. Pocas veces una política social ha sido tan desastrosa que sus beneficiarios han acabado añorando la situación anterior. Pocas veces la acción del Estado ha quedado desprestigiada de manera tan absoluta y brutal.
Amigos
Uno tiene amigos para que lo quieran: de lo contrario, bastaría con tener confidentes, psicoterapeutas, asesores personales o jefes. Los amigos dignifican al país y a la especie humana y justifican viajar cada cierto tiempo y aguantar, más o menos estoicamente, trece horas de avión inmovilizado en unos asientos a escala liliputiense.
Los amigos nos reciben con amor y soportan la distancia, la ironía y el cinismo con la que tratamos las cuestiones patrias. Nos quieren a pesar de nuestra ingratitud, displicencia o frialdad que mostramos hacia el país en el que ellos viven y, a su manera, aman. Por eso, la patria es al final cuestión de libros, recuerdos y amigos.