La sonrisa de la Mona Lesa
La televisión es nuestra Mona Lesa contemporánea, nuestro tercer hemisferio cerebral, una jaula en busca de su pájaro.
Para salvar a la civilización en peligro, alguien debe robar la sonrisa de la Mona Lisa. Esa sonrisa que es a la vez misterio en estado puro y puro efecto óptico, maestría de artista e ilusión de prestidigitador. Todo esto ocurre en un relato de Ray Bradbury, otro prestidigitador.
El enigma de ese rostro dura ya quinientos años. ¿Quién era Gioconda, la sonriente, la retratada por Da Vinci? ¿El propio Leonardo, su amante platónico o carnal, María Magdalena encinta, Juan Bautista travestido? Quienquiera que haya sido, su magnetismo es de talla, al punto que cuando, hace un siglo, el cuadro fue robado, el flujo de visitantes no se detuvo en el Louvre y eran muchos los que se acercaban a echarle un vistazo al hueco blanco sobre fondo blanco dejado en el muro por el cuadro ausente.
La última novela en tres entregas de Javier Marías se llama Tu rostro mañana, en referencia a la capacidad que algunos tienen y pocos ejercen de leer en la cara de la gente el futuro, de interpretar a las personas intentando averiguar cuál será su rostro mañana cuando arda Troya o salte la liebre. Tal vez así sea y todo esté escrito entre los pliegues de la sonrisa y el puchero del miedo.
Cuál sería entonces la imagen que habría que robar hoy para llevarse consigo la cara de este tiempo e interpretarla. Una imagen enmarcada, como las de Da Vinci, pero animada, ciertamente una imagen tomada de la televisión, nuestra Mona Lesa contemporánea, nuestro tercer hemisferio cerebral, como la llama Maturana.
La imagen que tenemos enfrente, en la terraza del café, la componen cuatro personas reunidas en torno a la pantalla de un computador portátil. (Gracias a la conexión sin cable, las terrazas se han ido convirtiendo en cibercafés al aire libre, en oficinas sin ventanas). La pantalla muestra una imagen, tomada seguramente de Youtube, ese mercado persa: Un corredor de fondo cae frente a un cartel que avisa que sólo faltan cien metros para llegar a la meta. El hombre intenta levantarse para continuar corriendo pero no puede, las piernas lo abandonan. En su rostro se mezclan la incertidumbre y la determinación. Pasan por su lado otros corredores camino de la meta y él intenta ponerse de pie y seguirlos, pero cae otra vez. Ese será nuestro rostro mañana, a la hora de la caída, y ese será el rostro de quienes lo aparten o lo acerquen.
En La caída, un hombre promete no volver a atravesar jamás un puente durante la noche. Albert Camus, su autor, murió al año siguiente de la publicación de ese libro en un accidente carretero. Poco tiempo antes había afirmado que no hay nada más absurdo que morir de esa manera. En un tramo del camino entre Santiago y Valparaíso se produce un choque. Trescientos metros más adelante ocurre un segundo accidente y trescientos metros más allá un tercero. El absurdo funciona como una onda expansiva, como una piedra que cae al agua. Se trata seguramente de un fenómeno a la vez físico y metafísico. Y periodístico: los accidentes y las tragedias monopolizan el flujo de las noticias y los comentarios, en la prensa, en las pantallas, en las terrazas de los cafés, en los hogares.
Para despejar la cabeza de tanta desventura, en horario estelar la Mona Lesa se vuelve alegre, se giocondiza (Gioconda significa jocosa, jocunda). Alguien la enciende y asoma un hombre alegre cantando en modo karaoké un puñado de canciones archiconocidas. La imagen parece nueva (el peinadillo del aspirante a cantante, el corte de su camisa), pero lo cierto es que la novedad es un efecto óptico porque la imagen está tomada de un viejo calducho escolar. Hay uno de nosotros delante intentando hacer un número, una gracia, y el resto, desde la platea, la sala o el set, aplaudimos o pifiamos. La Mona Lesa asegura la presencia de un número creciente de pajaritos nuevos (y de un número invariable de pajarotes viejos) cuyas caras interpretamos a la rápida. En ellas vemos chunchos y bandurrias, perdicitas y jotes. La tele es una jaula en busca de su pájaro, habría dicho el señor K.
Dejamos a la Mona Lesa dormida. O encendida, pero muda. Con el rumor de la ciudad ya tenemos bastante. A la distancia, la Gioconda sonríe. Y seguirá sonriendo el día de la caída.
La Nación, 7 de febrero de 2008