Los personajes que circulan por los Diarios de Iñaki Uriarte son bilbaínos mayormente. Pienso en ellos y en cómo habrán corrido a verse existir sobre el papel, por debajo de esas equis y esas zetas con que Uriarte los nomina. ¿Entonces ése soy yo? Qué extrañeza de saberse objeto de impresiones. También pienso en aquél que está en el otro extremo, el que nunca se enterará de nada: «Este hombre con el que me cruzo por la Gran Vía y yo jugábamos juntos de pequeños en la hierba de Central Park. Él no lo sabe».
La breve cita basta para ponerlo en evidencia: en sus Diarios, Iñaki Uriarte ha dado con el tono. Es el tono del monólogo, afirma él, del diálogo consigo mismo. Un monólogo que, en cualquier caso, nunca me excluye a mí, lector, que siempre me resulta inteligible. Esta cualidad pasa probablemente por la manera como Uriarte pule su prosa, como Spinoza pulía sus cristales.
Además de los equis y los zetas, unos cuantos personajes conocidos asoman también por las páginas de este segundo volumen. La reina y la princesa, sin ir más lejos. Y un torero vasco de renombre, José María Recondo. Los escritores, en cambio, son legión. «Si se trata de un escritor, no me bastan sus obras. Me gusta saber cómo es o cómo fue la persona. Al fin y al cabo, la literatura es eso. Narrar la historia de alguien que no es lo que parecería si sólo se conocieran sus obras, su apariencia. Lo que hace el literato con sus personajes, lo hago yo con los escritores».
Lo que hace Uriarte consigo mismo, por su parte, es ejercer magistralmente el arte del autorretrato: «La bestia que llevo dentro es pacífica, soñadora, fuerte. El ángel que la cabalga es mucho más tortuoso, endeble, aguafiestas».
Y esto: «Una de las cosas que más me gustaría es ser más inteligente. Si pudiera llamar a alguien como el técnico que me ha ofrecido hoy instalar más memoria en el ordenador, y me preguntara: ¿qué prefiere, que le ponga a usted un poco más de inteligencia en el cerebro, o un poco más de felicidad?, dudaría un momento. Eso me pasaría porque me falta inteligencia». Sospecho que hay más de una figura retórica contenida ahí. No sé qué nombre llevará eso de demostrar algo afirmando lo contrario.
En cuanto al lector, para volver a uno, supongo que experimento algo semejante a lo que siente Bloom, el crítico, al leer a Píndaro: eso de llegar a creer que uno ha creado aquello que sólo ha leído. Tanto como sentir lo opuesto, la certeza de que esa harina no la he hecho uno, o nunca tan fina.
Dicho esto, se desprende que los elogios sobran. También porque ya están de sobra emitidos. Como emitido está también un primer y hasta ahora único escupitajo en la escudilla, según la expresión de Lihn. Es lo que tiene el reconocimiento, que despierta envidias. Sobre la envidia ha escrito el propio Uriarte: «Creo que no he envidiado mucho ni me han envidiado nada». Pero eso sería antes de publicar los dos primeros tomos de sus Diarios.
La ilustración del primer volumen muestra una voluta de humo de tabaco. La del segundo, al gato. Yo soy el lector y me pregunto ya cuál será el icono del tercer volumen.