El zygocactus
Diario de Chile (y 10)
Atravesar el mundo según el eje suroeste - noreste consiste en dejar atrás la luz. Una operación que cuesta un par de lagrimones en Pudahuel y un largo pasaje por el túnel estrecho del Iberia. Cuesta olvidarse de los días sin nubes de San Esteban, de la luz poniente sobre el Manquehue, de las alamedas en los valles transversales y concentrarse en los patinazos sobre el hielo, en el pago de las facturas, en los imperativos randevús. No somos para despedirnos, me dijo una vez Joaquina, y nos pasamos la vida despidiéndonos. Con todo, no se trata de quemar la nave, una felicidad belga se mantiene abierta y posible, está disponible.
Se quedan unas cuantas anotaciones en el moleskine que no alcanzo a transcribir aquí. Sobre la prensa local, sobre el humor y el habla de nanas y patronas, de emprendedores y emprendidos. Algunas irán apareciendo al ritmo de los días y otras preferiría que no. Como he contado alguna vez, tengo dos blogs: uno que no lee nadie y otro que ni siquiera escribo.
Lo cierto es que estoy desde hace cinco días en Bélgica y es hora de que cierre este Diario de Chile. Voy a lo esencial, entonces, al zygocactus. Cuando lo dejé a inicios de diciembre se disponía a florecer. Y eso hizo en la soledad del despacho. Un mes más tarde luce una tristeza como de sauce y en el piso quedan unas cuantas flores con sus pistilos cargados de polen seco, una mancha rosa pálida escapada del celo de la brigada de la limpieza.
El viaje ha servido también para saber que en la naturaleza (iba a decir en libertad) el zygocactus crece en la copa de los árboles, parasitándolos. Que lo suyo es florecer sin que lo vean.
Pintura de Muñoz Vera en la estación La Moneda del Metro de Santiago