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Camino de Santiago
22 septembre 2012

El minarete

Se suele decir de los clásicos que siempren están en fase con la actualidad. Apegado a Heródoto, Kapuscinski no anda lejos. En Viajes con Heródoto describe dos realidades paralelas, el mundo antiguo, valiéndose del relato del griego, y el de los años sesenta, el de sus primeros viajes como corresponsal, y en ambos relatos resuena la actualidad, las trifulcas de los salafistas y las movidas de los mandamases. Todo recuerdo es presente, dice Novalis.

La hegemonía del mundo antiguo se la disputan griegos y persas. Heródoto cuenta de un rey griego que malinterpreta el oráculo y es derrotado por los persas, a los que acaba contagiando. Heródoto miraba con escepticismo la supuesta superioridad de su propio pueblo griego, que llamaba bárbaros a todos los que no hablaban su lengua. Y a su vez, miraba con interés declarado a los pueblos sometidos por los griegos. Al punto que demuestra que los griegos tomaron sus dioses de los egipcios, a los que despreciaban, transformándolos apenas.

Kapú va leyendo a Heródoto mientras se encuentra en El Cairo o en Jartum, que están a orillas del mismo río Nilo. En ese entonces, en 1960, tras sacudirse el poder colonial franco-británico, el ejército egipcio había constituido junto a Siria, apuntalado por las nuevas potencias hegemónicas, Norteamérica y la Unión Soviética, la República Árabe unida, al mando del coronel Nasser. Pacato, el poder nasserista combatía entre otros vicios nefandos el consumo de alcohol.

Así es como Kapú cuenta un jocoso recorrido por las calles del Cairo intentando desembarazarse de un envase vacío de cerveza. Frente a cada basurero se lo impiden los ojos de algún miembro de ese ejército de reserva de esbirros ociosos en búsqueda de protagonismo que pueblan las capitales de las dictaduras.

Y cuenta también el atraco más ingenioso que alguien haya padecido y contado. O para qué sirve un minarete:

«Un día, cuando salgo del hotel a la calle, uno de esos hombres (supuse que era de ésos porque siempre estaba apostado en el mismo lugar, debía de tener asignada una zona) me para y me dice que lo siga, que me enseñará una mezquita antigua. Soy crédulo por naturaleza, y la desconfianza la considero no como señal de sentido común sino como un defecto de carácter, y, en aquella ocasión, el hecho de que un secreta me proponga ir a una mezquita en vez de ordenarme comparecer en una comisaría me causa tal sensación de alivio —incluso de alegría— que acepto sin pensármelo un segundo. Es un hombre de trato correcto, llevaba puesto un traje pulcro y hablaba en un inglés bastante bueno. Me dice que se llama Ahmed. Y yo, Ryszard, le contesto, pero te resultará más fácil llamarme Richard.

Primero caminamos. Luego subimos a un autobús y viajamos un rato largo. Nos bajamos. Nos encontramos en un barrio viejo: callejones estrechos, rincones recónditos, plazoletas diminutas, pasajes sin salida, fachadas torcidas, pasos angostísimos, paredes de barro gris oscuro, tejados de hojalata ondulada. Quien entre aquí sin un guía, no sale. Sólo aquí y allá se divisan unas puertas en las paredes, pero están clausuradas, cerradas a cal y canto. Todo parece desierto. De vez en cuando se ve deslizarse como una sombra a una mujer o a una pandilla de niños, pero los pequeños, asustados por el grito de Ahmed, desaparecen enseguida. Así llegamos ante un macizo portalón de metal sobre el cual Ahmed golpea con los nudillos un código. Desde el interior llega el susurro de unas sandalias arrastrándose y luego se oye el ruidoso chirrido de una llave girando en la cerradura. Nos abre la puerta un hombre de edad y aspecto indefinidos e intercambia con Ahmed unas palabras. Nos guía a través de un pequeño patio cerrado hasta una puerta hundida en la tierra que conduce a un minarete. Está abierta, los dos me indican que la franquee. Dentro reina una espesa oscuridad, pero se divisan los contornos de una escalera de caracol que sube por la pared interior del minarete, que, a su vez, recuerda una gran chimenea de fábrica. Quien dirija la vista hacia arriba verá que en lo alto, muy alto, brilla un punto de luz difuminada que desde este lugar parece una estrella remota y pálida: es el cielo.

—We go! —me dice con voz entre imperativa y alentadora Ahmed, que antes me había dicho que desde la cumbre veré toda la ciudad de El Cairo. Great view! —me asegura. Así que en marcha. La cosa se presenta mal desde el principio. La escalera es estrechísima y resbaladiza pues está cubierta de arena y polvo de argamasa. Pero lo peor es que no tiene ningún pasamanos, ni agarraderos, ni mangos, ni siquiera una cuerda, nada a lo que asirse.

Pues nada, allá vamos. Sube que te sube. Lo más importante es no mirar hacia abajo. Ni hacia abajo ni hacia arriba. Clavar la vista en el punto más cercano que se tiene delante, en ese peldaño que está a la altura de los ojos. Desconectar la imaginación, la imaginación siempre magnifica el miedo. Irían de perlas cosas como el yoga, el nirvana y los tantras, o como el karma y el moksha, algo que permitiera dejar de pensar, de sentir, de ser.

Pues nada, allá vamos. Sube que te sube. Estrechez y oscuridad. Vértigo en círculos. Desde la cumbre del minarete, cuando la mezquita está abierta, el almuédano llama a los fieles a oración cinco veces al día. Los exhorta con una especie de cánticos monótonos, a veces bellísimos, solemnes, cautivadores, románticos. Sin embargo, nada parece indicar que nuestro minarete sea usado por alguien. Es un lugar abandonado desde hace años, huele a rancio, a polvo estadizo.

No sé si es debido al esfuerzo o a la creciente sensación de miedo, pero lo cierto es que empiezo a acusar cansancio y a todas luces ralentizo la subida pues Ahmed se pone a apurarme.

—Up, up! —insiste, y puesto que va detrás de mí me corta toda posibilidad de retroceder, dar media vuelta, huir. No puedo girar sobre mis talones y sortearlo: a un lado se abre el abismo. Pues nada, pienso, vamos allá. Sube que te sube. Nos encontramos ya tan alto y la situación se presenta tan peliaguda en aquella escalera sin pasamanos ni asideros que un movimiento brusco de cualquiera de nosotros significaría una caída libre de los dos desde una altura de varios pisos. Estamos unidos por un absurdo lazo de «intocabilidad»: el que toca al otro también se precipita al vacío.

Pero esta simétrica configuración no tarda en cambiar en mi contra. Al final de la escalera, en la misma cumbre, hay una terracita diminuta y angosta en torno al minarete: el lugar para el almuédano. Por lo general, estas plataformas suelen exhibir una baranda de piedra o de metal. Pero aquélla, que seguramente había sido metálica al cabo de tantos siglos se había caído, comida por la herrumbre, y brilla por su ausencia: el estrecho saliente de piedra no tiene protección alguna. Ahmed me empuja suavemente hacia el exterior y él mismo se queda en la escalera. Y, apoyado con toda la seguridad del mundo contra un vano en la pared, me dice:

—Give me your money».

M

Foto de Michel Setboun

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