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Camino de Santiago
26 septembre 2012

Los trausos y los tracios

Los trausos tienen las mismas costumbres que el resto de los tracios, escribe Heródoto. Salvo en lo que se refiere a los nacimientos y a las defunciones. Cuando nace un niño, la familia se reúne y se lamenta de los males que deberá sufrir la criatura, a causa de todas las calamidades que recaen sobre los mortales. Un difunto, en cambio, es enterrado en medio de bromas y risas. Su felicidad será eterna, se dicen.

Del inconveniente de haber nacido, que diría Cioran. Quien, por cierto, no nació lejos de esas tierras.

Sobre el conjunto de los tracios, Heródoto se apunta con esta consideración de amplio espectro: Si los tracios pensaran todos de la misma manera, en mi opinión serían irreductibles y, con mucho, los más potentes. Pero es impensable que eso ocurra. Tienen muchos nombres, que dependen de cada una de las tribus. Y son débiles por este motivo.

H

Estatua de Heródoto en la Biblioteca del Congreso, en Washington, por Daniel Chester French

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23 septembre 2012

Las dos caras de un rostro

El filósofo bohemio Ernst Fisher murió en julio de 1972. John Berger lo acompañó en su último día de vida, y un par de años más tarde escribió A Philospher and Death, una breve semblanza de Fisher el día de su muerte. El párrafo que copio abajo (disculpas por no traducir) transcribe el diálogo entre los dos escritores a la hora del paseo matinal. El día contiene ya su desenlace pero aún no lo anuncia.

«We went for a walk together, the walk into the forest he would take each morning. I asked him why in the first volume of his memoirs he wrote in several distinctly different styles.

—Each style belongs to a different person.

—To a different aspect of yourself?

—No, rather it belongs to a different self.

—Do these different selves coexist, or, when one is predominant, are the others absent?

—They are present together at the same time. None can disappear. The two strongest are my violent, hot, extremist, romantic self and the other my distant, sceptical self.

—Do they discourse together in your head?

—No. (He had a special way of saying No. As if he had long ago considered the question at length and after much patient investigation had arrived at the answer.)

—They watch each other, —he continued. The sculptor Hrdlicka has done a head of me in marble. It makes me look much younger than I am. But you can see these two predominant selves in me -each corresponding to a side of my face. One is perhaps a little like Danton, the other a little like Voltaire.

As we walked along the forest path, I changed sides so as to examine his face, first from the right and then from the left. Each eye was different and was confirmed in its difference by the corner of the mouth on each side of his face. The right side was tender and wild . . . I thought rather of an animal: perhaps a kind of goat, light on its feet, a chamois maybe. The left side was sceptical but harsher: it made judgments but kept them to itself, it appealed to reason with an unswerving certainty. The left side would have been inflexible had it not been compelled to live with the right. I changed sides again to check my observations.

—And have their relative strengths always been the same?, I asked.

—The sceptical self has become stronger, —he said. But there are other selves too. He smiled at me and took my arm and added, as though to reassure me: 'Its hegemony is not complete!».

Somos un embutido de Danton y de Voltaire, de ángel y bestia (Parra), bajo la estela de Stevenson. Uma parte de mim pesa, pondera: outra parte delira, escribió Ferreira Gullar. Todo rostro acusa esa dualidad que desvela Berger en el de Fisher. Pero pocos lo hacen con la intensidad del de Eduardo Mendoza, tal como aparece en el retrato que está en la solapa de la mayoría de sus libros.

M Como todo lector, imagino, de vez en cuando al salir de un párrafo siento la necesidad de echar una mirada de reconocimento a la cara de aquel que lo escribió. Supongo que por esa razón los editores ponen en la solapa de los libros las fotos de sus autores: para facilitar la lectura, que no es otra cosa que la relación entre lector y autor.

Por eso será que entre todos le hemos puesto cara a todos los autores, aún a los que carecían de una, de Homero acá, pasando por Shakespeare y Cervantes. Javier Marías (no hay riesgo de que una penuria de imágenes se interponga entre él y sus futuros lectores) ha escrito páginas estupendas sobre el autor y su cara, como en su libro de semblanzas de escritores, Miramientos, escrito sobre la base de retratos de éstos. Y en Tu rostro mañana, el servicio de inteligencia para el cual trabaja el protagonista establece retratos de gente siguiendo una lectura de sus rostros.

Volviendo a Mendoza, pongo una hoja del libro medio a medio de su retrato. A la izquierda me queda un inquietante tipo oscuro, que mira como el peor de sus personajes. Y, a la derecha, un hombre aparente y suavemente irónico, que será aquel que los describe. Humor a la inglesa y picaresca española. Las novelas de Mendoza, como su cara son.

22 septembre 2012

El minarete

Se suele decir de los clásicos que siempren están en fase con la actualidad. Apegado a Heródoto, Kapuscinski no anda lejos. En Viajes con Heródoto describe dos realidades paralelas, el mundo antiguo, valiéndose del relato del griego, y el de los años sesenta, el de sus primeros viajes como corresponsal, y en ambos relatos resuena la actualidad, las trifulcas de los salafistas y las movidas de los mandamases. Todo recuerdo es presente, dice Novalis.

La hegemonía del mundo antiguo se la disputan griegos y persas. Heródoto cuenta de un rey griego que malinterpreta el oráculo y es derrotado por los persas, a los que acaba contagiando. Heródoto miraba con escepticismo la supuesta superioridad de su propio pueblo griego, que llamaba bárbaros a todos los que no hablaban su lengua. Y a su vez, miraba con interés declarado a los pueblos sometidos por los griegos. Al punto que demuestra que los griegos tomaron sus dioses de los egipcios, a los que despreciaban, transformándolos apenas.

Kapú va leyendo a Heródoto mientras se encuentra en El Cairo o en Jartum, que están a orillas del mismo río Nilo. En ese entonces, en 1960, tras sacudirse el poder colonial franco-británico, el ejército egipcio había constituido junto a Siria, apuntalado por las nuevas potencias hegemónicas, Norteamérica y la Unión Soviética, la República Árabe unida, al mando del coronel Nasser. Pacato, el poder nasserista combatía entre otros vicios nefandos el consumo de alcohol.

Así es como Kapú cuenta un jocoso recorrido por las calles del Cairo intentando desembarazarse de un envase vacío de cerveza. Frente a cada basurero se lo impiden los ojos de algún miembro de ese ejército de reserva de esbirros ociosos en búsqueda de protagonismo que pueblan las capitales de las dictaduras.

Y cuenta también el atraco más ingenioso que alguien haya padecido y contado. O para qué sirve un minarete:

«Un día, cuando salgo del hotel a la calle, uno de esos hombres (supuse que era de ésos porque siempre estaba apostado en el mismo lugar, debía de tener asignada una zona) me para y me dice que lo siga, que me enseñará una mezquita antigua. Soy crédulo por naturaleza, y la desconfianza la considero no como señal de sentido común sino como un defecto de carácter, y, en aquella ocasión, el hecho de que un secreta me proponga ir a una mezquita en vez de ordenarme comparecer en una comisaría me causa tal sensación de alivio —incluso de alegría— que acepto sin pensármelo un segundo. Es un hombre de trato correcto, llevaba puesto un traje pulcro y hablaba en un inglés bastante bueno. Me dice que se llama Ahmed. Y yo, Ryszard, le contesto, pero te resultará más fácil llamarme Richard.

Primero caminamos. Luego subimos a un autobús y viajamos un rato largo. Nos bajamos. Nos encontramos en un barrio viejo: callejones estrechos, rincones recónditos, plazoletas diminutas, pasajes sin salida, fachadas torcidas, pasos angostísimos, paredes de barro gris oscuro, tejados de hojalata ondulada. Quien entre aquí sin un guía, no sale. Sólo aquí y allá se divisan unas puertas en las paredes, pero están clausuradas, cerradas a cal y canto. Todo parece desierto. De vez en cuando se ve deslizarse como una sombra a una mujer o a una pandilla de niños, pero los pequeños, asustados por el grito de Ahmed, desaparecen enseguida. Así llegamos ante un macizo portalón de metal sobre el cual Ahmed golpea con los nudillos un código. Desde el interior llega el susurro de unas sandalias arrastrándose y luego se oye el ruidoso chirrido de una llave girando en la cerradura. Nos abre la puerta un hombre de edad y aspecto indefinidos e intercambia con Ahmed unas palabras. Nos guía a través de un pequeño patio cerrado hasta una puerta hundida en la tierra que conduce a un minarete. Está abierta, los dos me indican que la franquee. Dentro reina una espesa oscuridad, pero se divisan los contornos de una escalera de caracol que sube por la pared interior del minarete, que, a su vez, recuerda una gran chimenea de fábrica. Quien dirija la vista hacia arriba verá que en lo alto, muy alto, brilla un punto de luz difuminada que desde este lugar parece una estrella remota y pálida: es el cielo.

—We go! —me dice con voz entre imperativa y alentadora Ahmed, que antes me había dicho que desde la cumbre veré toda la ciudad de El Cairo. Great view! —me asegura. Así que en marcha. La cosa se presenta mal desde el principio. La escalera es estrechísima y resbaladiza pues está cubierta de arena y polvo de argamasa. Pero lo peor es que no tiene ningún pasamanos, ni agarraderos, ni mangos, ni siquiera una cuerda, nada a lo que asirse.

Pues nada, allá vamos. Sube que te sube. Lo más importante es no mirar hacia abajo. Ni hacia abajo ni hacia arriba. Clavar la vista en el punto más cercano que se tiene delante, en ese peldaño que está a la altura de los ojos. Desconectar la imaginación, la imaginación siempre magnifica el miedo. Irían de perlas cosas como el yoga, el nirvana y los tantras, o como el karma y el moksha, algo que permitiera dejar de pensar, de sentir, de ser.

Pues nada, allá vamos. Sube que te sube. Estrechez y oscuridad. Vértigo en círculos. Desde la cumbre del minarete, cuando la mezquita está abierta, el almuédano llama a los fieles a oración cinco veces al día. Los exhorta con una especie de cánticos monótonos, a veces bellísimos, solemnes, cautivadores, románticos. Sin embargo, nada parece indicar que nuestro minarete sea usado por alguien. Es un lugar abandonado desde hace años, huele a rancio, a polvo estadizo.

No sé si es debido al esfuerzo o a la creciente sensación de miedo, pero lo cierto es que empiezo a acusar cansancio y a todas luces ralentizo la subida pues Ahmed se pone a apurarme.

—Up, up! —insiste, y puesto que va detrás de mí me corta toda posibilidad de retroceder, dar media vuelta, huir. No puedo girar sobre mis talones y sortearlo: a un lado se abre el abismo. Pues nada, pienso, vamos allá. Sube que te sube. Nos encontramos ya tan alto y la situación se presenta tan peliaguda en aquella escalera sin pasamanos ni asideros que un movimiento brusco de cualquiera de nosotros significaría una caída libre de los dos desde una altura de varios pisos. Estamos unidos por un absurdo lazo de «intocabilidad»: el que toca al otro también se precipita al vacío.

Pero esta simétrica configuración no tarda en cambiar en mi contra. Al final de la escalera, en la misma cumbre, hay una terracita diminuta y angosta en torno al minarete: el lugar para el almuédano. Por lo general, estas plataformas suelen exhibir una baranda de piedra o de metal. Pero aquélla, que seguramente había sido metálica al cabo de tantos siglos se había caído, comida por la herrumbre, y brilla por su ausencia: el estrecho saliente de piedra no tiene protección alguna. Ahmed me empuja suavemente hacia el exterior y él mismo se queda en la escalera. Y, apoyado con toda la seguridad del mundo contra un vano en la pared, me dice:

—Give me your money».

M

Foto de Michel Setboun

13 septembre 2012

Estorninos de Lovaina

Sobre la grúa amarilla, tan negros como son, despegan todos a una hacia el poniente y componen y descomponen caligrafías, juegos de tinta, ideogramas chinos, pinturas enigmáticas, emergencias, resurgencias, árboles de los trópicos, pliegues y quiebres, lejanías, turbulencias, fuegos artificiales, vientos y polvos, frenadas y enfrentamientos, desplazamientos, despejes, son el primero y el último, la multitud, la miriada, la bandada, el vacío y el volumen, el resultado. Y así se posan por fin sobre los árboles cuando se borran los arreboles.

SF

(Sobre la base de textos de Henri Michaux.)

Estorninos de Roma.

12 septembre 2012

El camarada Li

Las dos primeros viajes de Kapú al extranjero a fines de los años cincuenta tuvieron como destino la India y China. En ese orden. Ambos países eran por entonces pobres y superpoblados. Y lo siguen siendo, sólo que ahora, además, son potencias emergentes, signifique esto lo que signifique. La comparación entre ambas realidades, la india y la china, se hace así inevitable y Kapú no se priva de hacerla:

«El indio es relajado, el chino es crispado y vigilante. La multitud en India es informal, fluida y lenta. La multitud en China, en cambio, es ordenada y marcial: parece evidente que está dominada por un guía, por una autoridad suprema. En revancha, flota sobre la multitud en India un areópago de divinidades indulgentes. Si la multitud en India descubre algo curioso, se detiene, observa con detención y se echa a discutir. En la misma situación, en China, la multitud sigue su camino, compacta, obediente, la mirada fija en frente. Los rostros de unos y otros son también diferentes: el rostro del indio reserva sorpresas, mientras que la cara del chino nos dice que esconde algo que ignoramos para siempre jamás».

Hasta aquí muy bien, pero lo que le pide el cuerpo a uno es saber si ya por ese entonces había, tanto en India como en China, signos anunciadores de lo que vendría luego, medio siglo más tarde, el famoso boom económico chino (e indio, ya que estamos, y también del presente decaimiento del repunte, para ser completos), y si Kapú los vio venir.

No sabría decir. Habrá que seguir leyendo Mis viajes con Heródoto. A veces la mejor respuesta es dejar la respuesta pendiente, como hizo el chaperón de Kapú en China, el camarada Li. Perplejo frente una lectura, Kapú le pide al camarada Li que le explique su sentido: 

«Un día Zuanzi sueña ser una alegre mariposa que vuela libremente sin saber que él es Zuanzi. De pronto despierta. Ha vuelto a ser Zuanzi. Ahora ya no sabe si la mariposa es el sueño de Zuanzi o si Zuanzi es el sueño de la mariposa».

El camarada Li lo escucha, sonríe, toma notas y responde que le responderá más adelante.

Ch

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4 septembre 2012

Los tres pilares de la civilización

Ebano es un librito de crónicas sobre África, un compendio de periodismo Kapú en formato de bolsillo. Con todo, fornece unas cuantas ilustraciones morrocotudas. Cómo nace una religión, el mercado, la guerra. Nada menos que los tres pilares de la civilización.

Sobre la religión, esto que cuenta Kapú será un equívoco tropical, pero no se diferencia mucho del que fundó el cristianismo. Me parece a mí, que de niño fui sacristán:

«Leshina vivía en Zambia. Tenía unos cuarenta años. Era vendedora en la pequeña ciudad de Serenje. No se distinguía por nada especial. Corrían los años sesenta y entonces se topaba uno con gramófonos de manivela por aquí o por allá. Leshina tenía un gramófono de aquellos y un disco, uno solo, muy gastado y muy rayado. El disco contenía la grabación de un discurso de Churchill, de 1940, en el que el orador exhortaba a los ingleses a aceptar las privaciones y los sacrificios de la guerra. La mujer instalaba el gramófono en su patio y daba vueltas a la manivela. Del altavoz metálico y pintado de verde salían roncos gruñidos en los que se podían adivinar los ecos de una voz patética e incomprensible. A los miserables que allí acudían, cada vez más numerosos, Leshina les explicaba que era la voz de Dios, que la nombraba su mensajera y ordenaba obediencia ciega. Auténticas muchedumbres empezaron a acudir a su casa. Sus fieles, por lo general pobres de solemnidad, con un esfuerzo sobrehumano construyeron un templo y comenzaron a decir allí sus oraciones. Al principio de cada ceremonia el bajo estrepitoso de Churchill los sumía en estado de trance y éxtasis. Pero las autoridades se avergonzaron de tales manifestaciones y el presidente Kenneth Kaunda mandó contra Leshina a la tropa, que hizo polvo el templo y asesinó a varios cientos de inocentes».

Sobre el comercio, el intercambio impersonal que funda el mercado, Kapú transcribe el relato que hace Alvise da Cada Mosto, un mercader veneciano del siglo XV, de un trapicheo al borde del río Níger:

«Cuando los negros alcanzan las aguas del río, cada uno de ellos hace un montículo con la sal que ha traído y lo marca, tras lo cual se alejan todos de la ordenada fila de esos montículos, retrocediendo a una distancia de mediodía, en la misma dirección de donde han venido. Entonces llegan unos hombres de otra tribu negra, hombres que nunca enseñan nada a nadie y con nadie hablan: llegan a bordo de grandes barcas, seguramente desde alguna isla, desembarcan en la orilla y, al ver la sal, ponen junto a cada montículo una cantidad de oro, tras lo cual se marchan, dejando la sal y el oro. Una vez se han ido, regresan los que han traído la sal y si consideran suficiente la cantidad de oro, se lo llevan, dejando la sal; si no, dejan sin tocar la sal y el oro, y vuelven a marcharse. Entonces los otros vienen de nuevo y se llevan la sal de aquellos montículos junto a los cuales no hay oro; junto a otros, si lo consideran justo, dejan más oro o no se llevan la sal. Comercian precisamente de esta manera, sin verse las caras y sin hablar unos con otros. Tal cosa dura ya desde hace mucho tiempo, y aunque todo el asunto parece inverosímil, os aseguro que es verdad».

Esta última consideración de Alvise da Cada Mosto, «aunque todo el asunto parece inverosímil, os aseguro que es verdad», podría hacerla el propio Kapú en cada una de sus crónicas. Sobre todo en el relato de los lances de guerra, el tercer pilar que iba a ilustrar y dejo para la próxima.

N

Foto de Lionel Pupin

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