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Camino de Santiago
6 mai 2014

Cinco días en Murcia

Para sobrellevar el estrés de aeropuerto, nada como concentrarse en un detalle, en la psoriasis incipiente en el codo de la azafata.

En el Puerto, no valen versos frente a la mar, ni frente al sol del atardecer que calienta y no daña, ni bajo al bailoteo eléctrico de los vencejos.

En la Costanera, unas manolas evocan una flor. Hace mucho que no escucho ese nombre. Tal vez nunca antes lo he escuchado. Encantamiento. Y luego olvido. Después, en la terraza del bar, vemos el partido tal como lo habíamos imaginado, al Niño Torres marcar sin celebrar, a Diego Costa empecinarse con la posición de la pelota en el punto del penalti.

Por la noche, la extrañeza del graznido de las gaviotas.

En Calblanque, al mediodía, el olor áspero que emana del plantío de alcachofas. En la cumbre de un cerro hay una estación, como en la canción, desde donde se puede ver el faro a lo lejos y, antes, una cala para pasar la tarde, la arena acogedora, la protección de las rocas, la azulísima agua fresca. 

En Cartagena, el castillo, el teatro romano, el casco viejo. ¿Cómo se llama esa sensación de saber que si no hubieses venido todo sería igual?

En Murcia, la imagen del día estará entre las fotos, sí que hemos tomado muchas, será que Murcia es bien parecida, aunque esté pintarrajeada y vomitada. «Yo soy de Murcia y no rayo los muros», reza un cartel. Y unos muchachos visten, desafiantes, una camiseta estampada con esta divisa: «Mañanas de Ibuprofeno». Si los borrachos son tristes por la noche, por la mañana son tétricos. El alcohol contribuirá al equilibrio de la tribu pero lo cierto es que a la gente tomada de uno en uno la afea, y no necesitan tanto algunos porque ya antes de echarse a beber, a veces desde niños, tampoco es que fueran el ángel de Salzillo.

En la Huerta de Murcia, nada tardará la toponimia en seguir la evolución de la onomástica para que florezcan las calles con nombre de pila inglés y apellidos castellanos. Lo digo contemplando el vuelo de un palomo cuyas plumas fueron teñidas de rojo, según una costumbre local que me explican. Palomo que me recuerda el vuelo del flamenco en la playa del Puerto, él sí rojo de nacimiento.

En Cuevas de Lobos, esta duda: ¿qué es esta moda playera de rasurarse la collonera? Y esta: ¿las páginas de Opinión de El País del domingo tienen más sentido si leídas desnudo sobre la arena caliente? Si los hombres somos monos, en la playa más, leyendo el periódico.

Y en Santa Clara, el verso aprendido de Benarabí: «Mi corazón se ha vuelto capaz de adoptar todas las formas». Prefiero, eso sí, las formas de la cala de Calblanque a las negras sombras de los cipreses del cementerio.

De regreso hace un par de horas, aún llevo tierra murciana en los zapatos. Como llueve en Bélgica, se va convirtiendo en barrillo.

C

Calblanque

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