Cómo sobrevivir en las reuniones
En el tren, una diversión posible consiste en pillar una conversación cualquiera y escucharla sin mirar a los personajes.
Inevitablemente uno compone una imagen de los habladores que puede confrontar luego con la imagen real.
Ahora, dos mujeres jóvenes negras ponen a caldo a unos individuos y se burlan de sus maneras de conquistadores. Hablan de corrido un francés coloquial lleno de implícitos pero inteligible. Hablan con desenvoltura y cierta gracia, se hacen reír entre ellas. Es risueño oírlas reír.
Las imagino forzosamente atractivas, en consonancia con lo que cuentan, como personajes de teleserie.
Pero llegamos a la estación terminal, nos saludamos con una venia en el pasillo, no porque nos conozcamos (que también un poco ya) sino porque nos cedemos cortésmente el paso. Distan mucho de ser guapas. Lo que, cortésmente también, se nos perdona.
Los oídos son como pordioseros, arramblan con todo lo que suena, dicen en África.
Y el lobo del cuento: ¿Que por qué tengo las orejas tan grandes? Para verte mejor.
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En las reuniones (¡las reuniones!), por las mismas.
La distancia que separa la actitud profesional con la actitud infantil —íntima— es tan mínima que la gente pasa de una a la otra con toda naturalidad.
Para concentrarse en la pregunta que le hacen, este señor se escarba la nariz. Se ve que no lo puede evitar: intentar concentrarse y llevarse los dedos a la nariz son para él un mismo movimiento.
O esta señorita, tan asertiva cuando se expresa. En cuanto deja de hacerlo, se distrae extirpándose algo de la piel de los brazos.
De sus brazos de reina de las reuniones.
Óleo de Berthe Morisot