Unas putas parisinas
Orsay tal vez sea la primera estación de trenes reconvertida en museo. Es un lugar magnífico y parece aun mejor cuando te enteras de que a punto estuvieron de echarlo abajo en los demoledores años del desarrollismo. Los trenes, además, continúan resonando allí dentro. Los de la línea Paris-Versailles, que siguen el borde derecho del río, rozan los muros exteriores del museo y su retumbancia hace las veces de mar de fondo dentro de esa concha urbana.
Tras dar la vuelta ritual por entre los Carpeaux y los Courbet de la planta baja y beberme un té entre señoras japonesas con la cara cubierta de polvo de arroz, entré en la exposición sobre la prostitución durante el periodo que cubre el museo, la segunda mitad del XIX y los inicios del XX.
La exhibición desconcertará a quien busque de entrada meretrices en posición favorable. Las primeras salas llevan por título «Ambigüedad» y, en efecto, las imágenes muestran señoras que no siempre tienen pinta de prostitutas y señores que no siempre parecen ser clientes. En Bruselas circulo a veces por la rue d'Aerschoot y me fijo en las caras de los transeúntes: algunos se comen a las eslavas con la mirada mientras que otros parecen ignorarlas. O tal vez practiquen el arte dragonesco del orgasmo para dentro.
En Orsay la primera coyunda, una tinta china de Degas, Sur le lit, asoma casi a la mitad del recorrido. A partir de ese momento, no tarda en surgir materia para mironcillos bajo la forma de fotos de vulvas acogedoras y falos enhiestos en la intimidad de los burdeles, de las maisons closes, cerradas en principio a la mirada exterior.
De las varias centenas de imágenes, me sobraron algunos Toulouse-Lautrec pero me detuve largamente frente a cada Manet, La Prune, Irma Brunet... El mayor, en todos los terrenos, esta Olympia:
Este cuadro, formidable por donde se mire, escandalera del Salón de 1865, es probablemente una reinterpretación prostibular de la Venus de Urbino de Tintoretto, de la Maja desnuda de Goya, de la Venus de Cabanel y quizá de cuáles más. A ese juego se sumó explícitamente Cezanne pintando, veinte años más tarde, su Olympia moderna:
El pintor provenzal, como puede verse, cambia el ángulo de aproximación a la modelo, desnuda a la sirvienta, despliega el ramo en un florero, transmuta al gato atroz en un perrillo curioso, dispone un memento mori sobre la mesa y, sobre todo, mete al espectador —al propio pintor— dentro de la escena. Dónde mejor podría estar.