Ocho días en Gran Canaria
Hay lugares a los que se vuelve y yo vuelvo a Gran Canaria. No me había subido a un avión desde el inicio de la pandemia. Ahora que ya tengo la vacuna en el brazo y unos códigos QR en la mano llega la hora. Todo llega para el que no sabe esperar. Durante estos largos meses he entretenido la espera repitiéndome como un mantra lo que me dijo una doctora: «Dites-vous que vous êtes là». Hay varias maneras de poner en español esa fórmula cargada de subentendidos. «Podría no estar contándolo». O sea que mejor lo cuento.
Estoy en el puerto de Las Palmas, donde mi padre hizo escala rumbo a América. Me voy a comprar un racimín de plátanos para celebrarlo, también porque los canarios son los mejores del mundo. Él me contaba que fue en esa escala cuando conoció los plátanos. Se encontró con uno en el plato del postre, con piel, tal como Dios lo trajo al mundo. Iba a llevárselo a la boca pero prefirió esperar a ver qué hacían los demás. Luego, como si lo supiera de toda la vida, lo peló y lo saboreó. En los primeros días de navegación, todo el mundo estaba malo por el zangoloteo del barco y dejaba sin tocar el desayuno. Él se tomaba varios cafés con leche y sus correspondientes medialunas que habían quedado intactas sobre la mesa y luego subía a la cubierta a cantar Mucho me gusta la sidra. Era un plato, decía el tío Tomás, que hizo con él el viaje a América.
En el paseo marítimo me aprendo de memoria estos versos de Saulo Torón: «De tanto mirar el mar / voy creyendo sólo en él / y olvidando lo demás».
Los belgas y abelgaos llevamos la lluvia puesta. Camino de la catedral, la lluvia nos pilla sin chubasquero ni paraguas y en dos minutos nos empapa. Nos refugiamos en un café y nos secamos la camisa en el secamanos del baño. La catedral está cerrada.
En la librería del centro comercial: Busco «Tomás Nevinson», de Javier Marías... Eh... ¿Cómo me dijo que se llama el autor, Tomás Nevinson?
Vamos buscando un lugar en el que comimos una vez hace cinco años. Tardamos en encontrarlo. Estaba en el primer oasis bajando de norte a sur pero ahora vamos de sur a norte y creemos verlo en todos los oasis que asoman por el camino. Por fin llegamos, está en el último oasis, como es lógico. Estamos tan contentos de haber dado con él que nos sorprendemos apenas de que parezca no haber nadie. Entramos por la terraza buscando a alguien y en la cocina encontramos a un señor mayor sentado en la penumbra. ¿El restorán está cerrado?, le preguntamos. El restorán se quemó, responde. Ah, claro, ahora lo vemos, todo está carbonizado. El señor es el cocinero y es napolitano. Hablamos un poco y me dice que el plato de ropa vieja que me comí entonces la preparó él. Nos dice que podemos comer bien en Fataga, en El Albaricoque, y así hacemos. Esta vez no pido ropa vieja sino verduras salteadas con gofio y miel. Y el ventero me pone un pan de leña con sabor a anís. Y un chupito de ron y miel.
Miro la playa de Maspalomas y veo a unos guanches mariscando. Pestañeo y veo que son bañistas. Un lugar siempre es ese lugar donde el tiempo va pasando.
El descubrimiento de este viaje está donde menos lo esperaba, en Arucas. Qué pueblo tan bonito. No sé que hago aquí habiendo como hay un pueblo como Arucas. Desde que lo vi, no tengo ojos más que para Arucas. Y mira que ver el Teide desde las alturas de Tejeda también tiene su qué. Y el Puerto de Mogán desde el mirador. Y el Jardín Canario y el barranco de Guiniguada. Y el Jardín del Huerto en Agaete. Pero Arucas, pero Arucas... Cuando te vuelva a ver no habrá más penas ni olvido.
La sensación de que estás en España y también estás en Sudamérica. Y no es sólo el habla, es el paisaje, la gente. Y la impresión de que en América todo pudo ser de otra manera si los ingleses no hubiesen metido la mano, que la tienen larga, ni los franceses la nariz, que también. Pero la Historia no es para el reconcomio sino para la altura de miras, que es a la que yo aspiro cuando dé el estirón.
En el taxi que nos trae de regreso del aeropuerto escuchamos por la radio el final del Bélgica-Portugal (1-0). Me parece que los locutores funcionan como esa gente que está cegada por la ideología y confunde la realidad con sus deseos. En su atropellado relato no se entiende si el árbitro le muestra tarjeta roja a uno o debería mostrársela. Ni si el partido acaba ya o va siendo hora de que acabe.
Acabo de una vez por el principio: hay lugares a los que se vuelve y yo quiero volver a Gran Canaria.