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Camino de Santiago
30 juin 2021

Ocho días en Gran Canaria

Hay lugares a los que se vuelve y yo vuelvo a Gran Canaria. No me había subido a un avión desde el inicio de la pandemia. Ahora que ya tengo la vacuna en el brazo y unos códigos QR en la mano llega la hora. Todo llega para el que no sabe esperar. Durante estos largos meses he entretenido la espera repitiéndome como un mantra lo que me dijo una doctora: «Dites-vous que vous êtes là». Hay varias maneras de poner en español esa fórmula cargada de subentendidos. «Podría no estar contándolo». O sea que mejor lo cuento. 

Estoy en el puerto de Las Palmas, donde mi padre hizo escala rumbo a América. Me voy a comprar un racimín de plátanos para celebrarlo, también porque los canarios son los mejores del mundo. Él me contaba que fue en esa escala cuando conoció los plátanos. Se encontró con uno en el plato del postre, con piel, tal como Dios lo trajo al mundo. Iba a llevárselo a la boca pero prefirió esperar a ver qué hacían los demás. Luego, como si lo supiera de toda la vida, lo peló y lo saboreó. En los primeros días de navegación, todo el mundo estaba malo por el zangoloteo del barco y dejaba sin tocar el desayuno. Él se tomaba varios cafés con leche y sus correspondientes medialunas que habían quedado intactas sobre la mesa y luego subía a la cubierta a cantar Mucho me gusta la sidra. Era un plato, decía el tío Tomás, que hizo con él el viaje a América.

En el paseo marítimo me aprendo de memoria estos versos de Saulo Torón: «De tanto mirar el mar / voy creyendo sólo en él / y olvidando lo demás».

Los belgas y abelgaos llevamos la lluvia puesta. Camino de la catedral, la lluvia nos pilla sin chubasquero ni paraguas y en dos minutos nos empapa. Nos refugiamos en un café y nos secamos la camisa en el secamanos del baño. La catedral está cerrada.

En la librería del centro comercial: Busco «Tomás Nevinson», de Javier Marías... Eh... ¿Cómo me dijo que se llama el autor, Tomás Nevinson?

Vamos buscando un lugar en el que comimos una vez hace cinco años. Tardamos en encontrarlo. Estaba en el primer oasis bajando de norte a sur pero ahora vamos de sur a norte y creemos verlo en todos los oasis que asoman por el camino. Por fin llegamos, está en el último oasis, como es lógico. Estamos tan contentos de haber dado con él que nos sorprendemos apenas de que parezca no haber nadie. Entramos por la terraza buscando a alguien y en la cocina encontramos a un señor mayor sentado en la penumbra. ¿El restorán está cerrado?, le preguntamos. El restorán se quemó, responde. Ah, claro, ahora lo vemos, todo está carbonizado. El señor es el cocinero y es napolitano. Hablamos un poco y me dice que el plato de ropa vieja que me comí entonces la preparó él. Nos dice que podemos comer bien en Fataga, en El Albaricoque, y así hacemos. Esta vez no pido ropa vieja sino verduras salteadas con gofio y miel. Y el ventero me pone un pan de leña con sabor a anís. Y un chupito de ron y miel.

Miro la playa de Maspalomas y veo a unos guanches mariscando. Pestañeo y veo que son bañistas. Un lugar siempre es ese lugar donde el tiempo va pasando.

El descubrimiento de este viaje está donde menos lo esperaba, en Arucas. Qué pueblo tan bonito. No sé que hago aquí habiendo como hay un pueblo como Arucas. Desde que lo vi, no tengo ojos más que para Arucas. Y mira que ver el Teide desde las alturas de Tejeda también tiene su qué. Y el Puerto de Mogán desde el mirador. Y el Jardín Canario y el barranco de Guiniguada. Y el Jardín del Huerto en Agaete. Pero Arucas, pero Arucas... Cuando te vuelva a ver no habrá más penas ni olvido.

La sensación de que estás en España y también estás en Sudamérica. Y no es sólo el habla, es el paisaje, la gente. Y la impresión de que en América todo pudo ser de otra manera si los ingleses no hubiesen metido la mano, que la tienen larga, ni los franceses la nariz, que también. Pero la Historia no es para el reconcomio sino para la altura de miras, que es a la que yo aspiro cuando dé el estirón.

En el taxi que nos trae de regreso del aeropuerto escuchamos por la radio el final del Bélgica-Portugal (1-0). Me parece que los locutores funcionan como esa gente que está cegada por la ideología y confunde la realidad con sus deseos. En su atropellado relato no se entiende si el árbitro le muestra tarjeta roja a uno o debería mostrársela. Ni si el partido acaba ya o va siendo hora de que acabe. 

Acabo de una vez por el principio: hay lugares a los que se vuelve y yo quiero volver a Gran Canaria.

Tejeda

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10 juin 2021

Volver a los 17

Reunion

Stuttgart en 1932 no parece un mal lugar donde vivir. Cultura y natura al alcance de la mano bajo un cielo nórdico con un qué de italiano. El nazismo amenaza pero en el corazón de la Suabia la llamada de alerta suena aún algo lejana. El nazismo será una especie de enfermedad infantiloide de la que Alemania se curará rápidamente, piensan los bienpensantes. La vida parece ser inmutable, hasta que de pronto ya es tarde...

Hans Schwarz tiene 17 años, como su amigo, Conrad von Hohenfels. Hans es de origen judío aunque se siente íntegramente alemán: suabo, alemán y judío, en ese orden. Sabe que sus orígenes estarán remotamente en Kiev o en Toledo pero sus antepasados llevan al menos dos siglos siendo alemanes. Su padre es médico y combatió en la Primera Guerra, no pueden caber dudas sobre su alemanidad. Además, ¿por qué habría que cambiar el Rin por las aguas del Jordán? Conrad es un aristócrata, el producto más reciente de un linaje prestigioso que viene de muy atrás en el pasado alemán. 

La descripción de esta amistad juvenil en una Alemania anterior al nazismo recuerda las mejores páginas de Hermann Hesse, que en la materia las escribió buenas. Un amor sin sexo, sublimado, un assag consumado y hecho añicos por la Historia.

No pretendo destripar el relato, no hay para qué. Sólo digo que habiendo varios episodios sensacionales en el libro hay uno excepcional, y es cuando el padre de Hans, el doctor Schwarz, abre la puerta de la habitación de su hijo y les cuenta, a éste y a su amigo, a propósito de escopeta, una historia de chimpancés. No es que tenga que haber un mono en un cuento para que me haga reír pero, bueno, en éste también lo hay. La reacción del muchacho frente a la intromisión de su padre es un tratado de sicología de la adolescencia en dos párrafos.

Arthur Koestler —judío centroeuropeo convertido en ciudadano británico, como Freud, como Gombrich, como el propio Uhlman— dice que Reunión (Reencuentro en algunas ediciones) es una novela en miniatura, una obra maestra menor. «Los pintores, sostiene —y Ulhman lo era—, saben cómo adaptar la composición a la dimensión de la tela, mientras que los escritores, desgraciadamente, tienen una provisión ilimitada de papel».

Leí este librito hace años y me impresionó. Lo releí ayer y tanto más. Creo que Koestler tiene razón pero no en el hecho de sostener que un librito de cien páginas no puede llegar a ser una obra maestra. Ahora me entero de que Uhlman lo escribió a los 70 años, superando ampliamente la marca de Cervantes que escribió el Quijote con 57. Y que, como Cervantes, impelido por el inesperado éxito, escribió una segunda parte. O sea que continuará...

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Retrato de Fred Uhlman por Kurt Schwitters en 1940

4 juin 2021

La lechera de Bangalore

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EL CAMINO QUE recorre la autora de La Lechera de Bangalore a su regreso a la India, tras vivir más de veinte años en Nueva York, comienza con un encuentro en el ascensor de su edificio el día de la mudanza. Llama al ascensor y cuando éste llega ve que dentro hay una vaca. En contra de las apariencias no es una imagen surrealista sino puro costumbrismo, la prueba de que está en la India.

De ahí en adelante todo son desafíos: beber leche al pie de la vaca al desayuno no es fácil para quien ha bebido toda la vida leche pausterizada. Tampoco será facil beberse una cucharadita de orina de vaca concentrada para mejorar de algún achaque. Ni recoger bosta de vaca, secarla y espolvorear con ella el interior de la casa a manera de saneamiento y bendición.

Porque la religión de la India no es el hinduismo, es el bos indicus, dicen unos. Y si la bosta de vaca no fuera buena, la India no sería el país más poblado del mundo, dicen otros. 

Shoba Narayan rebosa simpatía y naturalidad contando estas cosas. Es una mujer moderna —periodista en un diario anglófono— que no renuncia a su originalidad. Es una Tambrahm —una brahmana tamil, una señorita andaluza, como quien dice—, le va bien en la vida y lo lleva con salero. 

En su inmersión por la India profunda, Sarala, la mujer que ordeña las vacas frente a su casa y vende la leche a los vecinos, le sirve de guía. Todo esto en pleno Bangalore, una ciudad de diez millones de habitantes a la que se conoce como la Silicon Valley de la India. Sarala es un modelo de sentido común popular y es un placer conocerla y verla moverse entre la gente y las vacas.

Además, te enteras de unas cuantas cosas leyendo este libro. Las vacas practican el autocultivo. En el sentido de que eligen el lugar de la pradera más desprovisto de hierba para hacer sus necesidades y así lo abonan y se aseguran de que el pasto crecerá allí más verde.

Y es muy probable que los indios sí comían carne hace miles de años, en la era védica. Se comían a las vacas que por una u otra razón ya no daban leche. ¿Por qué dejaron de hacerlo y convirtieron ese rasgo distintivo en una seña mayor de identidad de su cultura y de su religión? 

También, que cuando alguien cumple mil lunas llenas los indios celebran la llegada del último periodo de la vida, la ancianidad. La ceremonia se llama Sathabhishekam y dura tres días. ¿A cuánto equivalen las mil lunas llenas? Exactamente a 80 años, 8 meses y 8 días. ¿Y qué regalo suelen dar al festejado, al menos los que pueden hacerlo? Una vaca, faltaría más.

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