Había en Chile un poeta que se llamaba Jorge Teillier. En un poema describió ese momento, que han contado desde siempre los poetas,
cuando un hombre vuelve a recorrer las solitarias calles de su aldea,
como escribió Nicanor Parra. A Teillier sólo lo vi una vez y fue precisamente en casa de Nicanor Parra, en La Reina, donde almorzamos y pasamos la apacible tarde hablando. Le hablé de este poema. Le dije que tal vez cabría presentarlo como la crónica del que vuelve a su pueblo, porque el verso se siente mejor a lo largo de la frase, sin encabalgamientos. Teillier sonrió. Y yo tomo esa sonrisa, veinticinco años más tarde, por un asentimiento.
Notas sobre el último viaje del autor a su pueblo natal
Jorge Teillier
1
En el pueblo donde algunos me conocen como el poeta cuyo nombre suele aparecer en los diarios, paseo por la calle Comercio, que ahora se llama Avenida Bernardo O’Higgins (como en Santiago). He comulgado con la tierra. Voy a la sidrería. Allí están los parroquianos de siempre y me saludan mis viejos compañeros de curso que sueñan con ser alcaldes o regidores o comprarse una citroneta. Ha cerrado el cine. Aún quedan afiches que anuncian películas de sepia. A lo largo de los cercos, las ortigas siguen hablando con su indestructible lenguaje. En el techo de mi casa se reúne el congreso de los gorriones. Pienso por primera vez que no pertenezco a ninguna parte, que ninguna parte me pertenece.
2
El viento trae olor a terneros mojados.
3
Kilómetro 662 a las cuatro de la tarde. En la calle Comercio los turcos y los españoles bostezan tras los mostradores. No hay un alma en la calle a la hora de la siesta, horadada sólo por el cuerno primitivo del vendedor de helados. En las afueras, los campesinos esperan las micros rurales. Tal vez me vaya a otro pueblo, cuyo destino voy a leer en la palma de sus calles.
4
Hay praderas manchadas de vacas y girasoles. De las cosas que puedan consolarme cuando vuelva a la ciudad enferma de smog. Viajaré en vagones de segunda atestados como los de las novelas sobre la Revolución Rusa. He visto las ventanas ciegas del Molino. Con su arruinado dueño he tomado un trago en cualquier cantina. Paso la tarde sin darme el trabajo de llegar ni siquiera al fondo del patio de la casa paterna.
5
El único hojalatero que quedaba en el pueblo fue buscar trabajo a Lonquimay. No ganó mucha plata pero contempló la cordillera. Él no tiene Leica ni Kodak, así que se dedicó a dibujarla para que sus nueve hijos la conocieran de verdad.
6
A los mapuches les gustan las canciones mexicanas del Wurlitzer de la única fuente de soda. Las escuchan sentados en la cuneta de la calle principal. Van a la vendimia en Argentina y vuelven con terno azul y transistores. Ha llegado la TV. Los niños ya no juegan en las calles. Sin hacer ruido se sientan en el living para ver a Batman o películas del far west. Mis amigos están horas y horas frente a la pantalla. Tengo ganas de que lleguen los ovnis.
7
Me cuesta creer en la magia de los versos. Leo novelas policiales, revistas deportivas, cuentos de terror. Sólo soy un empleado público como consta en mi carnet de identidad. Sólo tengo deudas y despertares de resaca donde hace daño hasta el ruido del alka seltzer al caer al vaso de agua. En la casa de la ciudad no he pagado la luz ni el agua. Sigo refugiado en los mesones, mirando los letreros que dicen No se fía. Mi futuro es una cuenta por pagar.
8
Si el futuro pudiera extenderse pulcramente como mi madre extiende las sábanas de mi cama. Miro la ropa puesta a secar en el patio. Han entrado ladrones de gallinas en la casa del frente. Voy a la plaza a leer el diario con noticias más añejas que las de San Pablo.
9
Solitario donde nunca he estado, solitario camino hasta el abandonado velódromo de tierra donde no aparece ni el fantasma del Campeonato de ciclismo de Chile del año 30. Hay caballos pastando en lo que fue cancha de fútbol. Todos se interesan sólo por ir a ver los partidos profesionales a la capital de provincia, mientras yo pienso mordisquear una brizna de brezo.
10
Trasnochador empedernido, contemplo la luna, igual a la de 1945, enrojecida por la erupción del Llaima. La misma que miraba desde la buhardilla mientras leía como ahora Los miserables y el Almanaque Hachette.
11
Acuérdate que te recuerdo. Si no te acuerdas no importa mucho. Siempre te veré caminando sobre los rieles, buscando el durazno más maduro de la quinta.
12
Ya pasó el Rápido a Puerto Montt que antes se llamaba el Flecha del Sur. Voy de la estación al puente cuyos faroles dicen Fundición Dickinson, 1918. Ya no existe esa fundición, ni ninguna fundición. Confío mi memoria al río Cautín y a la Capilla de Guacolda. Afirmado en las barandas del puente, miro el cielo del verano que apenas sujetan los clavos de plata de las estrellas.
13
Hemos llegado a esta aldea en un Pontiac 40 por caminos que jamás serán pavimentados. Espantamos cerdos y gallinas. Los niños se asoman asombrados. En el negocio clandestino pedimos un pipeño y hablamos con el dueño y con un tractorista que nos asegura que Hitler está vivo, y con dos recién llegados que nos convidan charqui de pescado: son un estibador de Talcahuano y su compadre mapuche que lo trae al anca. Todos bebimos en la misma medida y volvimos, como nuestros antepasados, ebrios al pueblo que un día nos rechazará.
14
Día domingo de salida de misa. Las niñas se pasean con la moda recién llegada de Santiago, acompañadas por la banda del Regimiento, que toca cumbias. Los dueños de casa compran las primeras sandías y los diarios con las noticias frescas de los últimos crímenes. Camino por las últimas calles de este lugar de bomberos, rotarios, carabineros, jubilados, tinterillos y profesores primarios, allí los puñales del sol entran por las costillas de los pobres cercos de madera. Siento los estertores de las postreras carretas y locomotoras a vapor. Busco la paz tendiéndome en la pradera condecorada por los girasoles, contemplando el glorioso oleaje del trigo y los viajes infinitos de las nubes que van a llorar por nosotros.
Tomado de « Para un pueblo fantasma »