El enemigo del aduanero
Luxemburgo es un país tan pequeño que su superficie sólo puede medirse en campos de fútbol.
Es un país rico, dispone del PIB por habitante más alto del mundo. En la clasificación del PNUD en materia de desarrollo humano, sin embargo, sólo ocupa el número 26, tres lugares por debajo de España. Un contrasentido por donde se lo mire. Pasa que hasta hace pocos años (2003), Luxemburgo no disponía de una universidad. Lo que no impedía a los luxemburgueses formarse profesionalmente en París, Bruselas o Berlín, pero le bajaba el pelo al país en estas comparativas internacionales.
En Luxemburgo vive medio millón de personas y casi la mitad (42.9) son extranjeros. En Rumania, por ejemplo, hay un 0,12 de extranjeros y en Bulgaria un 0,33, mientras que en Suiza hay un 21,2. A la luz de estas cifras, uno tiende a interpretar que las sociedades ricas son atractivas para los extranjeros. Lo que es cierto. Pero olvida que las condiciones de acceso a la nacionalidad suelen ser en esos países más restrictivas.
En materia de idiomas, en Luxemburgo la gente practica un trilingüismo rélax. En vez del bilingüismo impositivo que impera en Bruselas, donde cualquier minucia debe estar forzosamente en flamenco y francés, los luxemburgueses combinan el uso del francés y el alemán con cierta naturalidad. Los carteles están a veces en una, a veces en otra. Lo mismo pasa con la comunicación oral: la gente suele hablar en luxemburgués, pero responden en francés o alemán de buen grado si es necesario, sin hacer mayor cuestión del asunto.
En fin, Luxemburgo, es el país del Tío Eustaquio, aquél que lo pintaba todo uno y otra vez. Las casas lucen siempre recién pintadas de colores pastel. Una curiosidad, eso sí: no hay casi casas pintadas de verde. Tal vez porque el paisaje ya es suficientemente verde, o por otra razón que se me escapa.
Escribo estas líneas desde Schengen, en la confluencia entre Francia, Alemania y Luxemburgo, donde se firmó (sobre una barcaza en medio del río Mosela, en cuyas ribas se cultivan vinillos muy alegres) el tratado de libre circulación de personas que lleva el nombre del pueblo, tratado que dejó sin trabajo a una generación de aduaneros.
Quepis de aduaneros en el Museo europeo de Schengen