Mi amigo Marcelo Maturana ganó el Concurso de cuentos Paula 2012 con el relato Las Estaciones de la noche. Como a Maturana no le gusta hablar en público y sabiendo que en la ceremonia de premiación le pedirían que hablase, escribió este cuento cursi y le pidió que hablase por él.
Buenas tardes. Yo no estaba nervioso, pero durante el día tantas veces me han preguntado si estaba nervioso, que he terminado poniéndome nervioso. Es que soy muy sensible al efecto placebo. Y estoy aún más nervioso porque vi que uno de los finalistas anda con un libro en la mano, un libro cuyo título es El funeral del señor Maturana.
Supongo que ahora tendría que hablar, decir algo, más allá de mis agradecimientos a la revista Paula por organizar el concurso, a la UDP por colaborar y publicar el libro, al jurado por su arriesgada decisión, a los amigos y parientes por venir esta tarde a acompañarnos, y también a los finalistas, por no haber ganado.
Tendría que hablar, pero a mí no me gusta hablar. Los que me conocen de cerca lo saben: no me gusta hablar. Tengo muy buenas razones para ello, razones que no es del caso explicar aquí. Traumas infantiles que ahora no puedo detallar. Piensen lo que quieran. Pero tal vez pueda arrojar un poco de luz sobre una de esas razones, contándoles un cuento bastante cursi que funciona, tal vez, como una fábula didáctica e imperiosa.
Se trata de la historia de un hombre que era un poeta natural. Este hombre no escribía nada –no sabía escribir–, pero cada vez que hablaba lo que salía de su boca eran siempre unos versos extraordinarios que dejaban a todo el mundo maravillado. Esos versos eran involuntarios, espontáneos, casi inconscientes, y se referían a cualquier cosa que el poeta natural intentara describir o explicar. Eran versos inevitables. Y eran, por lo general, versos aislados que no se organizaban en poemas, salvo especialísimas circunstancias de las que yo, al menos, no tengo una idea muy clara. Pero a veces ocurría. Eran versos de todo tipo, con métrica y sin ella, con rima y sin ella, suscitados por cualquier situación cotidiana de la aldea donde vivía este poeta natural. Éste es un cuento cursi, y por lo tanto su acción se desarrolla en una aldea, como corresponde.
Todos los habitantes de la aldea le preguntaban cosas al poeta natural, trataban en todo momento de hacerlo hablar, de conversar con él, para poder así escuchar esos versos increíbles que, por otro lado, nadie anotaba, porque ésta era una aldea donde nadie sabía leer ni escribir. Los versos, apenas dichos, desaparecían, eran olvidados. Pero los aldeanos sí podían apreciar la belleza de esas frases y esas palabras que, a pesar de sí mismo, sin proponérselo, pronunciaba el poeta natural cada vez que se veía obligado a decir algo. Y es que él no podía sino hablar de esa manera cautivante y misteriosa.
El poeta natural, sin embargo, hablaba muy poco. Lo hacía sólo cuando era absolutamente indispensable, en versos ojalá breves, como arrepentidos, y si le era posible prefería comunicarse sólo con gestos, lo que siempre causaba en los demás una profunda decepción. Él trataba de no abrir la boca. De hecho, había optado por retirarse a una cabaña en las afueras de la aldea, que es también lo que corresponde en un cuento cursi como éste. A pesar de su aislamiento, los aldeanos y las aldeanas lo perseguían y lo acosaban para que hablara, para que dijera cualquier cosa, por el puro placer de escucharlo, aunque fuese un placer olvidado enseguida. El poeta lo evitaba tanto como le era posible. Y él sí que tenía buenas razones para ello.
No me pregunten por qué, porque lo ignoro, pero el hecho es que, con cada verso, largo o corto, que salía de los labios del poeta natural, él perdía inexorablemente un día de su vida. No conozco la razón ni la mecánica de esta triste magia, pero era así. Seguramente, era debido a alguna de esas razones embrujadas que abundan en las fábulas. Ustedes pueden entretenerse imaginando los antecedentes enigmáticos de esa suerte de mala suerte, esa especie de maldición paradójica que amenazaba en todo momento al infortunado poeta natural. La verdad es que, cualquiera fuese la causa de este castigo anónimo, su vida se acortaba en un día cada vez que él pronunciaba una frase, frase que siempre, siempre, consistía en un verso originalísimo, fuera verso libre, o endecasílabo, u octosílabo, o lo que sea: de eso yo no sé ni entiendo mucho. Pero cada frase-verso significaba para él un día menos. Y él, parece que por instinto, lo sabía.
El poeta se había ido aislando cada vez más, se refugiaba en su cabaña y en su mutismo, porque adivinaba oscuramente, si no con la lógica del intelecto, al menos con la sabiduría conjunta del cuerpo y del alma, cuáles eran las peligrosas consecuencias que tenía en él un acto en apariencia tan banal e inofensivo como hablar, aunque lo hiciese en versos inimitables y efímeros... O quizás precisamente por eso.
A veces, en la más rotunda soledad, odiaba con todas sus fuerzas ese curioso don que le había sido otorgado no sabemos por qué ni por quién, y que era a la vez una espantosa condena, avivada cada vez que lo asediaban sus porfiados oyentes. Rumiaba en sus pensamientos alguna manera de descubrir un antídoto que anulara esta supuesta maldición, ideada por alguna deidad o demonio, o bien esta simple condición natural de ser eso: un poeta natural combustible al fuego de sus propias y hermosas palabras. El poeta, para sobrevivir, se parapetaba en el silencio.
Llegó el día en debía celebrarse en la aldea el advenimiento de la primavera. Las pocas calles de tierra se llenaron de cantos y de bailes y de extraños ritos desvergonzados, simbólicos, arrebatadores, que no es posible precisar aquí; por pudor, naturalmente, y también por falta de tiempo. El poeta natural oía el barullo desde su cabaña y suspiraba sin decir palabra. De pronto apareció por allí una pequeña turba, hombres y mujeres jóvenes que venían a buscarlo, y aunque se resistió como pudo lo arrastraron al centro de la aldea. «¡Háblanos, di algo, lo que sea! », le gritaban, pero él mantenía la boca cerrada.
De pronto, como suele ocurrir en los cuentos cursis, apareció la más hermosa muchacha de la aldea: siempre hay una muchacha que es la más bella de todas, y su presencia suele traer consecuencias inesperadas o terribles. Esta mujer invitó al poeta natural a bailar, y él no pudo o no quiso negarse. Y así, bailando y girando, mareados los dos por la cerveza artesanal, fueron a dar, en una carambola, envueltos en una nube de polvo, a la pequeña casa de colores de esta muchacha que, oh sorpresa, vivía completamente sola. Es que era una joven con mucho carácter, y las tradiciones patriarcales de aquella aldea paradigmática la tenían sin cuidado, le importaban un soberano pepino.
Pasaban las horas. Era ya medianoche y estaban los dos frente a frente, sin tocarse, en la habitación de la mujer más bella y seductora de la aldea. Se miraban a los ojos, por supuesto, ya que éste es un cuento cursi; se observaban el uno al otro bajo la luz de la luna que entraba por la ventana. Y con su mirada ardiente ella le comunicaba sentimientos que le salían del corazón mismo del deseo, y que sin duda eran percibidos por el poeta natural como ideas o proposiciones encantadoras, irresistibles, puesto que de pronto, sin poder contenerse, le respondió con un largo verso emocionado. La muchacha creyó ver allí su propia imagen, como en un espejo de palabras que la embellecían aún más. Ahora era ella la que estaba fascinada. Sus ojos irresponsables, olvidadizos o ignorantes, le pedían al poeta natural que continuase hablando, que no se detuviera nunca.
No sé si fue la famosa flecha de Cupido lo que desencadenó los acontecimientos, pero el caso es que el poeta se puso a hablar y hablar, como un enajenado que largaba versos uno tras otro, mientras su amiga lo escuchaba extasiada. Y él, viendo el efecto que tenían en ella sus palabras, no podía ya contenerse. Le decía toda clase de cosas inimaginables por nosotros, y todo en forma de versos de increíble belleza, ya fuesen oscuros o luminosos, herméticos o coloquiales, arcaicos o futuristas. No está claro si era una antigua y reprimida vanidad latente, o bien la ponzoña del peligroso amor, aquello que impulsaba en él esta verborrea exquisita, íntima, sorprendente, emotiva, filosófica incluso. Pero la verdad es que el poeta natural estuvo hablando así toda la noche.
La muchacha, inmune a la fatiga, lo oía embelesada. Llevaba, de hecho, varias horas escuchándolo, sin pausa, cuando la claridad del sol empezó a adelgazar las fibras de la oscuridad de la noche. Ese cambio de luz fue para la mujer como el encendimiento de una ampolleta dentro de su cabeza, como la mordedura iluminada del insecto de Edison cuando aún permanece vivo en su capullo no orgánico. Una ampolleta que aún no se había inventado pero que la hizo recordar esa curiosa maldición que, según rumoreaban en la aldea, pesaba sobre el poeta natural como un mortífero reloj de arena. La recorrió entonces un escalofrío, y con un grito de angustia onomatopéyica se abalanzó sobre él para acallarlo, para sellarle la boca locuaz con un beso inexpugnable. Apretó sus labios contra los del poeta como si restañase una herida letal.
Pero ahora él había cobrado una conciencia lúcida de su propio arte. Se maravillaba de ese vertiginoso talento natural que poseía. Estaba aprendiendo a escucharse a sí mismo. Y, consciente de los poderes de su voz en el preciso momento del beso, se dio cuenta de que se encontraba nada menos que en la mitad del verso más extraordinario y definitivo que jamás hubiese pronunciado. Quizás fuera eso que se llama un hemistiquio, no lo sé, pero el caso es que, pese a toda la energía centrípeta de aquel beso profiláctico y desesperado, el poeta natural logró balbucear, entre los dientes que lo mordían como quien quisiera tapar el sol con un dedo, logró, digo, balbucear las palabras finales que completaban el verso. Le pareció que con ellas podía detener el tiempo y pisar la dulce arena de la eternidad. Eso es lo que sintió el poeta natural mientras la muchacha lo besaba. Y, acto seguido, murió en sus brazos.
© Marcelo Maturana
Milena Vodanovic, directora de Paula, y Marcelo Maturana