A la entrada de la biblioteca de mi pueblo hay una estantería donde quedan disponibles los libros que descatalogan. Llegar y llevar es la consigna. A la iniciativa se suman algunos lectores que dejan allí los libros que creen que estarán mejor en otras manos. Como esa estantería hay unas cuantas más por todo el pueblo, pero fue en la de la biblioteca donde ocurrió lo que quiero contar. Y es que un día encontré allí una corrida de libros que me pareció que me estaban todos destinados. Ninguno lo había leído y todos los quería leer. Como si la selección la hubiese hecho alguien que me conocía perfectamente bien.
Entre esos libros estaba éste.
Cuando leí El Reino, de Emmanuel Carrère, me di cuenta de que la idea que yo me hacía de Pablo de Tarso estaba completamente fuera de lugar. A pesar de haber oído cuando niño en decenas de misas sus Epístolas, yo creía que Pablo era una especie de escudero de Pedro, su Sancho Panza. Y no, en absoluto. Pedro y Pablo fueron más bien rivales o, al menos, se repartieron la tarea de llevar la buena nueva por dos mundos diferentes. Pedro, a los judíos. Pablo, a los gentiles, los paganos, los griegos y romanos. La intuición genial de Pablo fue ésa justamente, que el cristianismo sólo prendería si conseguía convencer fuera del marco estrecho del judaísmo. Y para lograrlo se permitió unas cuantas libertades con la ley judía, como la de no imponer a los conversos el doloroso sacramento de la circuncisión.
(Gracias, Pablo).
Y sin embargo Pablo circuncidó con sus propias manos a su secretario, Timoteo. Pero es que por lo visto Pablo se alimentaba de sus contradicciones y era probablemente una mezcla explosiva de intelectual abstracto y de redomado pragmático. Lo mismo en cuanto a su relación con la ley judía, una institución harto más amplia de lo que uno podría creer de buenas a primeras, ley que respetaba cuando estaba entre judíos y se pasaba por el aro en ámbitos más amplios. ¿Un mestizo culturalmente hablando nuestro Pablo? ¿Un pionero en materia de sincretismo cultural? Y no sólo porque consiguió cristianizar a helenos y romanos sino también —y éste era tal vez el prerrequisito de la operación— porque logró helenizar el cristianismo.
Pablo fue el altavoz que el mensaje de Cristo necesitaba. Jesús se expresaba en parábolas sobre cuestiones que su público comprendía, aunque a veces se sintiera desconcertado. Y lo hacía en arameo para gente que hablaba arameo. Cuando fue llevado frente a Pilatos, Jesús no dijo ni una palabra porque ambos no tenían un lenguaje en común. Jesús era un profeta de andar por casa, que Pablo tradujo a las tres lenguas principales de su tiempo y de su espacio, el hebreo, el griego y el romano, que él dominaba, así fuese trabajosamente.
Otra que deja caer Ben-Chorin es que Pablo era feo y Jesús también. Pablo, según un apócrifo del sII era «un hombrecillo calvo, narizudo, cejijunto y con las piernas torcidas». En cuanto a Jesús, éste no tenía «ni buen aspecto ni prestancia». Y con esos materiales y tanto menos, Pablo convirtió a medio mundo a un Cristo pantócrator más o menos wagneriano —menos el del madero que el que anduvo en la mar. Un pablismo en toda la línea.
Leyendo a Ben-Chorin se me confirma que su libro es una fuente principal de Carrère en la parte de El Reino consagrada a Pablo. No recuerdo si lo cita nominalmente —es una pena que no tenga mi ejemplar conmigo para verificarlo, se lo presté a una amiga y por allí andará. Lo cierto es que las historias que cuenta Carrère sobre Pablo son las mismas que cuenta Ben-Chorin.
De esas historias, mi favorita es la de Eutiquio. Ya la conté una vez pero la cuento de nuevo. Un muchacho griego, Eutiquio, estaba sentado en una ventana escuchando a Pablo, se quedó dormido, se cayó y se mató. O eso creyó la gente. Pablo, no. Pablo lo recogió y lo devolvió a la vida.
Ben-Chorin agrega una variante romana, la de Patroclo, el «échanson» de Nerón. Me levanto para abrir el diccionario y ver qué diablos es un «échanson». El que pone las copas, o sea. El Ganimedes de Nerón. Tal como Eutiquio el griego, Patroclo estaba escuchando predicar a Pablo desde una ventana, se durmió, se cayó, se mató y Pablo lo reanimó.
Pues bien, los celos y la furias de Nerón fueron tales al ver que su Ganimedes se unía a los conversos por amor a Pablo, que desató una matanza de cristianos, incluidos Pablo y Patroclo.
Lo dicho, yo de la oposición contra Nerón no me he movido, pero antes era de Pedro y ahora soy de Pablo.