Las personas mueren pero quedan las palabras.
« El nombre de la rosa », la novela de Umberto Eco, finaliza con este verso escrito por un monje benedictino del siglo doce: « La rosa antigua permanece en el nombre. No tenemos más que el nombre ». Y los dos apellidos, hubiese añadido nuestro profesor de matemáticas en la lejana enseñanza media, aquél que nos obligaba a presentarnos y a escribir cualquier comunicación con nombre y apellidos. Ay del que olvidara el apellido materno: « ¿Se avergüenza usted del apellido de su madre? », nos espetaba. Lo he recordado a la vista de la proposición de ley de Antonieta Saa, tendente a que las personas que lo deseen puedan llevar en primer lugar el apellido materno.
Es una pena que el asuntillo de los apellidos esté tan contaminado en la patria (¡y en la matria!) por el exceso de arribismo, que acaba por ser el único cristal a través del cual todo se mira. Porque habría mucho paño que cortar en esa multitienda. En el mundo de habla castellana nos apellidamos mayoritariamente siguiendo la fórmula patronímica, esto es el nombre del padre (Pérez, hijo de Pedro; Antúnez, hijo de Antonio), o toponímica, por el lugar que habitaron nuestros antepasados (Almagro, Valdivia), o incluso según el que era su oficio (Sacristán, Verdugo) o un rasgo de su morfología (Rubio, Moreno, Calvo). En la primera variante, la patronímica, no nos diferenciamos de la mayoría de las naciones, como los árabes, judíos, serbios, croatas, rusos, irlandeses, escoceses, escandinavos y un largo etcétera.
Las excepciones son, sin embargo, numerosas. Los chinos escogen sus apellidos de la lista de « los cien nombres antiguos », que los escolares tienen que aprender de memoria. En África central, hay pueblos que dan a sus hijos el nombre del acontecimiento que marca el día del nacimiento; así es como hay gente que se llama Ley de Reforma Agraria o Inundaciones intempestivas.
La singularidad de nuestra cultura es que llevamos ambos apellidos, el del padre y el de la madre. Este último es, eso sí, el apellido del padre de la madre, porque hasta ahora, hasta antes de Antonieta Saa quiero decir, la filiación dominante ha sido la paterna. Que esto cambie, o que pueda cambiar, se condice con el rumbo que lleva el mundo. Hay mucho padre que se las empluma y mucha madre que apechuga, para decirlo con un lenguaje de criadero. Y viceversa. Además, tanto la identidad como el consumo, que ya para muchos son sinónimos, se entienden hoy “a la carta”.
En España, una ley como la propuesta por Saa ya está en vigor desde hace varios años y las nuevas generaciones no parecen acusar negativamente su efecto. Por lo demás, en la vida que hoy lleva la gente importan menos los apellidos y más el nick, esto es el apelativo que se usa para comunicar en Internet. También en España existe la costumbre de llamar por el apellido materno a quienes tienen un apellido paterno muy común, como el presidente del gobierno, José Luís Rodríguez Zapatero, a quien se le llama comúnmente Zapatero. Parecido pero diferente es el caso de Portugal, de Brasil y de los países africanos de lengua portuguesa, en donde se lleva el apellido materno delante del paterno, pero a la hora de resumir cuenta principalmente el del padre.
Pero bueno, para volver al colegio, de donde nunca logramos salir completamente, viajar por España y ver los nombres de los pueblos y ciudades desfilar es volver a oír la voz de nuestros profesores pasando lista en las preparatorias, en la enseñanza media e incluso en la universidad (allí donde yo estudié se pasaba lista, no sé si aún exista esa costumbre rudimentaria). Como por prodigio, los nombres de los pueblos y ciudades que atravesamos son los propios apellidos de nuestros remotos camaradas. De Alfaro a Zamora y de Zúñiga a Ayala, la lista es larga, como la carretera.
De manera que le doy mi cordial respaldo a la propuesta. Viajarán nuestros nietos por las carreteras y recordarán a sus camaradas en el nombre de sus madres. La rosa antigua permanece en el nombre. Las personas mueren pero quedan las palabras.
5 de julio de 2007
PS: En el diario la ilustración es otra, como se puede ver en el PDF, porque es otro el alcance. Mirando esta ilustración (gracias Enrique), las palabras resuenan y las mujeres brillan por su ausencia. Las personas mueren pero quedan las palabras. La rosa antigua permanece en el nombre, Álvaro, Roberto, William, José.