Todos a Torremolinos
Excéntricos en la Costa del sol se llama este libro que me regaló Montano en Torremolinos. Excéntricos en el sentido de singulares si no extravagantes y también de alguien que gira alrededor de un punto que no es su centro inicial. Conspicuos extranjeros que recorrieron la costa malagueña en la segunda mitad del sXX o se instalaron a vivir en ella por breves periodos o para el resto de su vida y dieron notoriedad a esos pueblos de pescadores convertidos en centros de veraneo internacionales. Hemingway, Brigitte Bardot, John Lennon se cuentan entre los primeros. Gerald Brenan tal vez sea el más señalado entre los segundos.
No cualquiera forma parte de la pandilla, claro. La singularidad tiene sus exigencias. Aquí hay señoras que ya ancianas sacan un cigarrillo en un bar y permanecen hieráticas hasta que un caballero acuda a encendérselo. O bien cuando se hartan de su enésimo marido lo citan ante notario y le dicen: Aquí tienes un cheque y un castillo. No quiero verte más.
El príncipe Miguel de Grecia recuerda en sus memorias la Málaga de su infancia y juventud, «las procesiones de la Semana Santa vistas desde un balcón en la calle Larios de Málaga, las religiosas del Hospital Noble bailando para él las sevillanas y malagueñas que recordaban de su juventud, el miedo a que los maquis bajaran de las montañas, la multitud aclamando al torero Manolete en las escaleras del hotel y el pulpo Epaminondas que visitaba en un acuario y lo reconocía en cada visita». La Málaga de la posguerra, como el resto de España, «miserable, salvaje, indómita y orgullosa, a una distancia planetaria de la España de hoy, desarrollada, opulenta, abierta a todos».
Hablando de nobles excéntricos, otro que pasó largos periodos en la costa malagueña, Jaime de Mora y Aragón, hermano de la muy piadosa reina Fabiola de Bélgica, sí hizo méritos para ganarse el calificativo de extravagante, al punto de que para la boda de Fabiola con Balduino en Bruselas el reino de Bélgica le cerró las fronteras. Años más tarde, Balduino moriría en Motril.
Otro rey que eligió la costa malagueña para vivir su exilio fue Eduardo de Windsor, aquel que renunció al trono británico por el amor de una plebeya, al menos es así como se cuenta el cuento. Se instalaron estos duques de Windsor en un hotel de Marbella donde los clientes alertados de su llegada los esperaron enfundados en traje y corbata. En vista de lo cual el monarca sin corona se quitó la corbata y se arrojó a la piscina.
Los británicos son mayoritarios entre estos excéntricos en la Costa del Sol. Excéntricos de manual la mayoría, escritores, pintores, ¡artistas!, aunque también hay alguno propiamente excéntrico entre los excéntricos, como es el caso de Henry Higgins, británico y torero, que toreaba con el seudónimo de Enrique Cañadas aunque los aficionados lo llamaban el Inglés. Y tan inglés era que desayunaba corn flakes, para espanto de su cuadrilla: «¡El maestro come lo mismo que las mulas!».
Pintores hay a porrillo, y de los buenos. Entre ellos el famoso falsificador húngaro Elmyr de Hory, aquel que decía que si sus cuadros se colgaran el tiempo suficiente en el museo se volverían auténticos. Por suerte no sólo hay artistas. También hay gente de provecho: uno de los padres de la bomba atómica, el checo Jaromir Hanush, que no derogó a la leyenda negra de los inventores de la bomba y se colgó de un árbol en Benalmádena, o el inventor del Trivial pursuit, el canadiense Chris Haney al que los inviernos quebequeses se le hacían largos y se instaló en Nerja armado de enciclopedias y en unas semanas redactó las seis mil preguntas del famoso juego, del que se vendieron en seguida cien millones de copias.
El sesgo como digo es brenanista y británico y bien puede echarse de menos a alguien, al francés Robert Fillou, cuyo hijo mayor nació en Málaga, por ejemplo. Pero quien carezca de sesgo que tire la primera burbuja. Digo burbuja porque este libro es espumante. Y leerlo me ha permitido atenuar la lejanía de la costa malagueña y repeler el septentrión que te da de cara cuando pones rumbo al Noreste.
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PS / El título, Nous irons tous à Torremolinos, es el estribillo de una musiquilla muy bailada por la muchachada belga en los años ochenta.
Uno de turrón y otro de Málaga
El sol y la luna salen por el mar y por el mar se ponen. En invierno al menos. El color del mar al sol y al reflejo de la luna, el placer de la luz y del calor templado en la costa mediterránea del sur de España. Buscando cómo describirlos sin abusar de los adjetivos doy con esto: «Una luz cercana a la belleza o la belleza misma».
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Buscando otra cosa llegamos a una playa de hippies. Son hippies septentrionales: alemanes, suizos o franceses, rubios, bien parecidos y aún con todos los dientes. Al mediodía tocan la guitarra, cantan y se mueven melodiosamente mientras los niños pequeños bailan a su alrededor. Una imagen tomada directamente de Woodstock medio siglo después. Al atardecer volvemos a verlos y siguen en lo mismo. The dream is over dijo Lennon en su día, pero no para los hippies de la playa.
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Se hace tarde para cenar, vemos un restorán hindú abierto y entramos. Los camareros son muy parecidos entre ellos. Les pregunto de qué región de la India vienen y resulta que no son indios sino bangladesíes. El restorán se llama Taj Mahal pero ellos afirman con orgullo la diferencia entre Bangladesh y la India. Son todos de la misma ciudad, su lengua es el oraon-sadri, y el que lleva más tiempo en España llegó hace cinco años. No me atrevo a preguntarles por qué no prueban suerte proponiendo comida bangladesí. O no lo hago porque creo saberme la respuesta: la cocina hindú es un nicho de mercado y la bangladesí pas du tout y ellos necesitan que entre gente al restorante.
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Encuentro con Montano en Torremolinos.
En Los Manueles, él prefiere el pulpo frito y yo a las brasas. Hablamos de pulpos, naturalmente. Del apuro que da comérselos siendo, como son, tan listos. Monod decía que si hay una especie con buenos números para sobrevivir al apocalipsis nuclear ése es el pulpo. Vive en cuevas protegidas en los mares abisales y tiene un cerebro muy bien puesto sobre sus ocho ágiles brazos. Un solo problema se le presenta para prosperar y es que los padres mueren tras el parto. Todos los pulpos son huérfanos, lo que hace imposible cualquier acopio de experiencia.
(Luego me entero por este libro de que hace años en el acuario de Málaga hubo un pulpo llamado Epaminondas. El príncipe Miguel de Grecia vivió su infancia y juventud en la ciudad y cada vez que visitaba el acuario el pulpo Epaminondas lo reconocía. Epaminondas es un nombre griego, claro).
Una chica en bikini sale del agua en la playa e inicia lo que Montano llama El baile del frío. La veo salir del agua y dentro de unas semanas la veo salir en el Dietario que el escritor malagueño publica el último sábado del mes en diario Sur.
Nos damos una vuelta por Torremolinos y el anfitrión me va contando la historia de esos lugares. El acelerón que se dio en la segunda mitad del sXX, como toda la costa malagueña, rebautizada Costa del Sol, cuando los pueblos de pescadores sin dejar de serlo fueron convirtiéndose uno a uno en balnearios. El tardofranquismo apostó por la apertura y cuando quiso frenar ya era tarde.
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A esta araucaria le cayó un rayo en 1930 y la copa ardió durante un mes. Durante años sólo fue un muñón quemado recortado contra el cielo. Con mucha paciencia una rama verde ha venido a acompañar al tronco negro. Mi corazón espera otro milagro de la primavera, decía Machado.
Almuñécar, c1911, Almuñécar, 2021
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En una veintena de puentes sobre la autovía que lleva de Almería a Málaga está escrito CUSTODIA COMPARTIDA con la ese invertida. No te distraigas cuando conduzcas pero no puedo impedirme imaginar este relato: Un padre reclama la custodia compartida de sus hijos a su ex, que se la niega. Como ella vive en Nerja y trabaja en Málaga tiene que recorrer a diario esa distancia y confrontarse repetidamente con la revindicación e intenta no mirar los puentes para que no le pesen en el ánimo. Se lo comento a mi mujer. ¿Y a ti quién te dice que es un hombre el que lo ha escrito?
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Qué pueblo tan bonito, Frigiliana. Es día festivo y hay bastante gente, de modo que tardamos en encontrar mesa para comer algo. Pasamos delante de una panadería y el olor de las tortas de aceite recién salidas del horno nos mueve a comprar unas cuantas. Por fin encontramos sitio en un chiringuito atendido por una señora holandesa muy dinámica, dejamos el paquete de tortas sobre la mesa y mientras esperamos el pedido les damos algún picotazo. Cuando llega, la señora batava pregunta si cuando vamos a un bar a beber vino también llevamos el vino. Daniel le canta contundentemente las cuarenta pero cada cual tiene su fuerte y yo prefiero tomarle alegremente el pelo. Ella parece ser inmune a la ironía y tal vez lo sea.
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Auguro que en el futuro toda playa será nudista, decíamos anteayer. También es el caso de la costa andaluza. Siempre hay una caleta donde desnudarse tranquilamente sin hacer sentir incómodo a nadie. Los desnudistas son mayormente mayores. El cuerpo joven se protege porque es deseable. El cuerpo ajado, en cambio, se siente liberado de las servidumbres del mercado.
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Al otro extremo extremo de la península también hay un Rincón Asturiano. Los camareros son él magrebí y ella eslava. Les pregunto quién es el asturiano del equipo y me dicen que la cocinera. Los chorizos a la sidra están deliciosos y les encargo que la feliciten.
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El billete de la Lotería de Navidad lo compramos en un estanco del pueblo y el turrón en el Mercadona. Hablando de supermercado queda confirmado que pagas en un pueblo andaluz por la cesta de la compra la mitad de lo que pagas en mi pueblo belga.
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Merino quiere saber por qué llamaban «de malagueña» a un helado que había en Santiago de Chile antiguamente y sabía a pasas con ron. Se lo pregunto a Montano y me dice que las pasas son malagueñas y se asocian al vino dulce, también típico de Málaga. En las heladerías malagueñas sigue existienedo ese helado, que los malagueños llaman «Málaga», sin más: «Póngame un helado de turrón y otro de Málaga». Tal vez Merino, habitué de una heladería, consiga que ésta reponga el helado de malagueña. De ser así, ya nadie podrá atreverse a decir que la literatura no sirve para nada.
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No se me escapan los problemas ni olvido mis privilegios pero a mí esta costa me sabe a pasas con vino dulce.
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Para Samuel
La volea de Oyarzábal
No lo mostramos a menudo pero mi tío Pepe y yo cerramos los ojos y vemos balones y medimos los espacios siderales en campos de fútbol y el tiempo cronólogico en copas del mundo. Así fue como anoche vimos que la moneda caía del lado francés.
Hubiese sido bonito que la volea de Oyarzábal venciese la mano de Llorís, me dijo enigmáticamente después, y haber vivido unas prolongaciones de infarto, con balones en el larguero y tapadas magistrales, y así hasta embocar el último penaltí.
Pero las finales hay que jugarlas para ganarlas o perderlas. En este último caso mi tío se recluye en su cueva para lamerse las heridas y no va por ahí soltando burradas como un vulgar gilipollas. La verdad de las cosas, como decía Míster Huifa, es que yo se lo agradezco.
PS/ También se agradece que al día siguiente la portada del NYT no diga ni media palabra sobre este penoso asunto.
PS 2/ Ahora bien, me responde un señor que no está hablando conmigo: decepcionarse duele más que enfadarse.
Govorit Radio Svoboda
Diario del Ampurdán, y 3
Que la playa de Pals es geográficamente un lugar de privilegio lo muestra sin ambages el hecho de haber sido escogida por los norteamericanos para instalar en ella durante la Guerra Fría una emisora encargada de emitir propaganda antisoviética, Radio Liberty.
En medio de una extensa playa despejada, las dunas de Pals representaban el lugar ideal para albergar la emisora que se proponía inundar de propaganda estadounidense los países del bloque soviético y el Mediterráneo operaba como un reproductor a gran escala para sus altas antenas dirigidas al corazón del Este. «Govorit Radio Svoboda (Habla Radio Libertad)» era el mensaje con que abrieron sus emisiones a diario durante décadas. Radio Liberty transmitía en 16 idiomas para decir en síntesis esto: que más temprano que tarde el Muro caería.
Cuando por fin el Muro cayó, Radio Liberty cayó a su vez en la redundancia y no llegó viva al cambio de siglo. Alcanzó un momento de gloria, eso sí, en esos años postreros cuando Gorbachev contó que durante el intento de golpe de Estado de Yeltsin, en 1991, él, encerrado en su habitación, se informaba de lo que pasaba en su propio país a través de Radio Liberty.
Pero si las instalaciones de una radio en una playa eran ya una incongruencia paisajística cuando operaba, esa impresión se multiplicó cuando cayeron en el abandono en el que están a día de hoy. La paradoja es que la presencia del adefesio por más de medio siglo permitió preservar la playa de Pals, su flora y a su fauna, en los peores años del desarrollismo. De modo que, integradas ahora en el Parque natural de las Islas Medas, las construcciones van siendo de a poco desmanteladas, los bañistas discurren por sus recovecos y la muchachada trepa a los altos muros a hacerse autorretratos que poner en Instagram.
El secretismo que rodeaba el funcionamiento de la radio, rodeada de alambradas y vigilada por los cuatro costados, hizo que los lugareños pusieran a circular una leyenda urbana según la cual cuando los trabajadores de la radio se jubilaban les daban una pastilla para borrarles la memoria. En cierto modo esa pastilla borramemorias la hemos ingurgitado todos porque la radio va desapareciendo de la memoria en la misma medida en que a sus construcciones se las va tragando la arena.
Pintura de Marina Capdevilla sobre el techo de Radio Liberty, 2018
Un lugar en el mundo
Casas de indianos en Begur y en La Bisbal. Un indiano es un emigrante que regresó a España desde América. En las casas que construían cuando volvían, los indianos integraban el aporte de lo aprendido al otro lado del océano a la tradición local. Los del Ampurdán volvieron mayormente de Cuba.
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La clase alta en Chile es rácana y come mal. N recuerda haber tomado en la casa de los Vascongados de Castilla una sopa insípida con cuchara de plata y servida por una mucama con cofia.
Nada de eso ha cambiado, me cuenta. La agencia que lleva mujeres filipinas a trabajar como mucamas para las familias pudientes se ha visto obligada a integrar una clásula en el contrato según la cual además de su salario las trabajadoras recibirán un pollo y un kilo de arroz por semana. De lo contrario no tendrían qué comer a mediodía porque el patrón come en el trabajo, los niños en el colegio y la señora con las amigas en el gimnasio.
Mientras comemos un bacalao delicioso, pienso en la vieja oposición entre comer para vivir o vivir para comer. Al opuesto de aquella sopa insípida, está esto que escribió alguien en un muro: «No entiendo la vida pero sigo aquí porque me gusta comer». Que me recuerda esto otro que escribí en un papel allá por el año de la pera: «Esgrime, amor, conmigo tu cuchara: Vivan las sobras de esta triste sopa».
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Me recuerda también el miedo de los niños a los muertos. Cuando murió su abuela y la velaron en el salón de la casa, la prima no se atrevía luego a entrar a ese salón, ni siquiera a pasar sola por el corredor adjunto, y nos pedía que la acompañáramos y nos apretaba la mano en el trance. Luego murió su padre y fue el turno de su hijo de temblar antes de entrar en la habitación en la que había muerto su padre.
Días antes del primero de noviembre, mi madre iba a arreglar la tumba familiar. (Habiendo sido una de las mejores del pueblo, cayó más tarde en manos de una hortera que la pintó de colores amarillos). Mientras mi madre ponía flores en la tumba de sus abuelos, mi padre nos tomaba de la mano y nos iba mostrando las tumbas de dos o tres asturianines que habían muerto jóvenes y solos, éste de tuberculosis, el otro de accidente.
Es a los vivos a los que hay que temer, nos decía mi padre, son los vivos los que pueden hacer daño. Los muertos no, a ellos cabe recordarlos, y eso hacía contándonos sus historias, por tristes y trágicas que fuesen. Así fue como recordamos al primo que vivía en Martínez y murió tan joven en La Plata en un lejano domingo de 1973, dejando a su madre sumida en el desconsuelo. Y al mellizo que murió más tarde a los 18 años en Cangas, y era la alegría de la huerta. Llegué yo por allí meses después y los encontré a todos hechos polvo.
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Ventana en Begur
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Qué poco sé todavía de los iberos... La ciudad íbera de Ullastret, el Machu Picchu catalán. Puesta en un colina y junto a un lago ahora seco en pleno Ampurdán, en un entorno precioso, 24 siglos después de su fundación las piedras siguen intactas. Aprendieron de los griegos, se defendieron de los romanos y se pelearon entre ellos: fueron cabalmente nuestros semejantes. Rendían culto al cráneo de sus enemigos abatidos, que clavaban en el umbral de sus casas para protegerlas. También podían ser refinados: escribían en una lengua hasta ahora indescifrable, llevaban elaboradas joyas y adoraban el penacho del dios Bes, que los fenicios difundieron por todo el Mediterráneo.
Según la famosa prueba del algodón yo soy más celta que ibero pero si me llaman panadero no me quejo.
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Un lugar en el mundo, el jardín botánico de Cap Roig. Y, enfrente, las Islas Hormigas.
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De paso por el golf veo moverse un perro o un zorro pero no es más que un robot cortando el césped. Me cuentan que los erizos de tierra tienen ahora un nuevo depredador en la persona de esas tijeras móviles, de las que aún no aprenden a desconfiar.
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Cuentan que en La Palma cuando la gente tiene que evacuar sus casas a la carrera porque llega ya la lava ardiente coge fotos y cuadros, imágenes ligadas a los sentimientos. Yo estaba leyendo en la playa cuando me sobresaltó una ola que trajo el agua hasta mis pies. Mientras me levantaba a la carrera alcancé a pensar en qué salvar de mis pertenencias: ¿la billetera o este cuaderno? Milagrosamente el agua se detuvo justo delante de mis dedos.
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Escucho en las calles de La Bisbal a los hijos de los inmigrantes hablar catalán. En sus casas hablarán urdu, bambara o dariya pero entre ellos hablan catalán. Es completamente normal y sin embargo nunca deja de sorprenderme.
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Continuará...
Once días en el Ampurdán
Diario del Ampurdán
La playa es extendida y desde hace algunos años una franja es para los nudistas. Pero como en esta época hay poca gente o casi nadie algunos nudistas se pasean por toda la extensión de la playa como Pedro por su casa. Auguro que en el futuro toda la playa será nudista. Así va una pareja, morenos de pies a cabeza. El lleva un mazo de plumas que ha ido recogiendo. Seguro que las lleva para ponerse unas alas.
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Estoy en la que llaman Costa Brava, entre Barcelona y la frontera francesa, que de brava no tiene nada y es suave por donde la mires. Pueblos medievales, caletas, limpias playas y jardines, islas al alcance de la mano. Incluso los arrestos de algún indepe en pleno 11 de septiembre, día de la fiesta regional, parecen más bravuconadas que actos de bravura.
Merino dice que estoy en un lugar indeterminado entre Lovaina, Menorca y el sur de Francia, y en cierta medida es verdad porque los lugares por donde uno se mueve se superponen en la gastada conciencia. Tan gastada que me duermo una siesta de obispo y cuando despierto veo que estoy delante de las Islas Medas.
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No parece buena idea leer historias de aviones caídos arriba de un avión pero siguiendo un impulso compro en el aeropuerto Tintín en el Tíbet para llevársela a C y no puedo dejar de releerla de principio a fin, imantado por el trazado de la línea clara. Visualmente tal vez sea el mejor Tintín y finalmente no es mala idea releerla junto al ojo del buey del avión por donde asoman los Pirineos.
El joven Tchang, el único sobreviviente de la caída de un avión de Air India en el Himalaya, es secuestrado por el abominable hombre de las nieves. Cuando Tintín rescata por fin a Tchang de sus manotas, el Yeti queda sumido en la melancolía. Nunca más, se dice.
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Ya en tierra me leo la Teoría general del olvido, de José Eduardo Agualusa. Una portuguesa se queda atrapada en Luanda durante la guerra de independencia, en 1975, se enroca en su casa y sobrevive durante años sin contacto con el mundo. La rescata un niño huérfano. La leo en español porque es lo que hay y no puedo evitar leer la traducción, que es muy mejorable. Leí años atrás en la mera Luanda la primera novela de Agualusa, que ya era buena.
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Leo también unos cuantos capítulos de El Escarabajo de Wittgenstein, de Martin Cohen. En el capítulo llamado El caníbal de Santo Tomás, Cohen presenta las disquisiciones del filósofo escolástico para dilucidar si un individuo comido por otro individuo puede resucitar el día del Juicio final y si el caníbal debería resucitar dos veces, una vez por él mismo y otra vez por el individuo que se comió. Concluye que quien tal vez mejor resuelve este asuntillo es Avicena, para quien lo que sobrevive a la muerte es el ego metafísico o psicológico, por lo que el cuerpo sólo es esencial para crear la identidad y cuando ésta ya no depende del cuerpo para existir tal vez tampoco sea deseable que tenga que habitar un cuerpo. Escribo unas líneas intentado prolongar esta idea pero las dejo para el blog que tampoco lee nadie porque ése ni siquiera lo escribo.
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El césped que rodea la piscina y a fortiori el césped del golf están hechos de bonsáis. Algunos tallos sobrevivan al paso de la podadora y en cuanto los jardineros se marchan y cae el rocío o la lluvia se levantan y abren unas flores de colores al calor del sol.
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Pasa una barca de pescadores. La barca se llama García Lorca y los pescadores son tres. Dos están enamorados y el capitán está celoso.
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De las historias que me cuenta N emerge la figura del estafador que abandona a la mujer y a los hijos y deja clavada a la gente que en él confía para reaparecer años más tarde amparado por la prescripción del delito, reclamando y a veces recuperando el espacio perdido.
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Otra historia que me cuenta y me hace reír es la del bisabuelito. Un primo encuentra su documento de identidad y una foto. Pasmo en el whatsapp familiar. El abuelito era bien parecido, tal como nos había contado la abuela. Pero la abuela también nos había contado que era mayordomo y en el documento dice en cambio que era gañán. Así hasta que alguien se atreve a formular la pregunta de este modo: ¿en qué sentido hay que entender lo de gañán?
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Nunca hay nadie en la piscina salvo una mañana en que aparece una pareja de rubicundos holandeses. Ella despliega un colchón inflable y se echa a flotar sobre las aguas. El entra en el agua y se le adjunta y con el celular en la mano a la altura de su cara redonda comienza a despachar.
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Todo esto sabiendo que toda alegría es provisoria.
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Continuará...
Ocho días en Gran Canaria
Hay lugares a los que se vuelve y yo vuelvo a Gran Canaria. No me había subido a un avión desde el inicio de la pandemia. Ahora que ya tengo la vacuna en el brazo y unos códigos QR en la mano llega la hora. Todo llega para el que no sabe esperar. Durante estos largos meses he entretenido la espera repitiéndome como un mantra lo que me dijo una doctora: «Dites-vous que vous êtes là». Hay varias maneras de poner en español esa fórmula cargada de subentendidos. «Podría no estar contándolo». O sea que mejor lo cuento.
Estoy en el puerto de Las Palmas, donde mi padre hizo escala rumbo a América. Me voy a comprar un racimín de plátanos para celebrarlo, también porque los canarios son los mejores del mundo. Él me contaba que fue en esa escala cuando conoció los plátanos. Se encontró con uno en el plato del postre, con piel, tal como Dios lo trajo al mundo. Iba a llevárselo a la boca pero prefirió esperar a ver qué hacían los demás. Luego, como si lo supiera de toda la vida, lo peló y lo saboreó. En los primeros días de navegación, todo el mundo estaba malo por el zangoloteo del barco y dejaba sin tocar el desayuno. Él se tomaba varios cafés con leche y sus correspondientes medialunas que habían quedado intactas sobre la mesa y luego subía a la cubierta a cantar Mucho me gusta la sidra. Era un plato, decía el tío Tomás, que hizo con él el viaje a América.
En el paseo marítimo me aprendo de memoria estos versos de Saulo Torón: «De tanto mirar el mar / voy creyendo sólo en él / y olvidando lo demás».
Los belgas y abelgaos llevamos la lluvia puesta. Camino de la catedral, la lluvia nos pilla sin chubasquero ni paraguas y en dos minutos nos empapa. Nos refugiamos en un café y nos secamos la camisa en el secamanos del baño. La catedral está cerrada.
En la librería del centro comercial: Busco «Tomás Nevinson», de Javier Marías... Eh... ¿Cómo me dijo que se llama el autor, Tomás Nevinson?
Vamos buscando un lugar en el que comimos una vez hace cinco años. Tardamos en encontrarlo. Estaba en el primer oasis bajando de norte a sur pero ahora vamos de sur a norte y creemos verlo en todos los oasis que asoman por el camino. Por fin llegamos, está en el último oasis, como es lógico. Estamos tan contentos de haber dado con él que nos sorprendemos apenas de que parezca no haber nadie. Entramos por la terraza buscando a alguien y en la cocina encontramos a un señor mayor sentado en la penumbra. ¿El restorán está cerrado?, le preguntamos. El restorán se quemó, responde. Ah, claro, ahora lo vemos, todo está carbonizado. El señor es el cocinero y es napolitano. Hablamos un poco y me dice que el plato de ropa vieja que me comí entonces la preparó él. Nos dice que podemos comer bien en Fataga, en El Albaricoque, y así hacemos. Esta vez no pido ropa vieja sino verduras salteadas con gofio y miel. Y el ventero me pone un pan de leña con sabor a anís. Y un chupito de ron y miel.
Miro la playa de Maspalomas y veo a unos guanches mariscando. Pestañeo y veo que son bañistas. Un lugar siempre es ese lugar donde el tiempo va pasando.
El descubrimiento de este viaje está donde menos lo esperaba, en Arucas. Qué pueblo tan bonito. No sé que hago aquí habiendo como hay un pueblo como Arucas. Desde que lo vi, no tengo ojos más que para Arucas. Y mira que ver el Teide desde las alturas de Tejeda también tiene su qué. Y el Puerto de Mogán desde el mirador. Y el Jardín Canario y el barranco de Guiniguada. Y el Jardín del Huerto en Agaete. Pero Arucas, pero Arucas... Cuando te vuelva a ver no habrá más penas ni olvido.
La sensación de que estás en España y también estás en Sudamérica. Y no es sólo el habla, es el paisaje, la gente. Y la impresión de que en América todo pudo ser de otra manera si los ingleses no hubiesen metido la mano, que la tienen larga, ni los franceses la nariz, que también. Pero la Historia no es para el reconcomio sino para la altura de miras, que es a la que yo aspiro cuando dé el estirón.
En el taxi que nos trae de regreso del aeropuerto escuchamos por la radio el final del Bélgica-Portugal (1-0). Me parece que los locutores funcionan como esa gente que está cegada por la ideología y confunde la realidad con sus deseos. En su atropellado relato no se entiende si el árbitro le muestra tarjeta roja a uno o debería mostrársela. Ni si el partido acaba ya o va siendo hora de que acabe.
Acabo de una vez por el principio: hay lugares a los que se vuelve y yo quiero volver a Gran Canaria.
La madre patria
La abuela materna de Naipaul, su madre y sus tías y tíos en la isla de Trinidad a comienzos del siglo XX
Naipaul nació en la isla de Trinidad, frente a las costas venezolanas, en 1932. Sus abuelos habían llegado desde la India a la isla caribeña, por entonces posesión colonial británica, hacia 1880. A los 18 años, Naipaul obtuvo una beca para estudiar en Oxford desde donde viajó a la India en 1962. Volvió en 1988 y escribió India, tras un millón de motines, publicado en 1990.
El extracto de ese libro que pongo abajo define su relación con la madre patria. Uso deliberadamente este término porque es el que se suele utilizar en relación a los descendientes de españoles en América. A pesar de que mi relación con España es más directa e inmediata que la de Naipaul con la India y tambien porque antes de leer a Naipaul la imagen de un caribeño de origen hindú estaba bastante alejada de la idea que me hago de mí mismo, quiero decir que esa imagen representaba para mí una forma de alteridad radical, a pesar de todo esto que digo me impresionó leer en estas líneas una respuesta casi idéntica a la que doy cuando me preguntan por mis orígenes. La India en miniatura y la India como comunidad de pertenencia. Imágenes y sensaciones propias de los inmigrantes y a menudo desconocidas por los que se quedan en tierra.
Traducción de Flora Casas
Alicante-Almería en siete días
Alicante, tiempo hacía que no me comía una paella con tanta hambre.
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Años atrás un señor quiso que su casa se asemejara a la Alhambra y de a poco lo fue consiguiendo. Ahora sus descendientes han convertido esa casa en en un sitio en el que se puede tomar un buen té con dulces árabes y charlar un rato rodeado de un decorado magrebí. Está más o menos a la altura de Orihuela y es un lugar particular también en el sentido de que no hay manera de enterarse de que existe ni de cómo llegar a él si no es por el boca a boca, porque no hace propaganda alguna. Esto que hago aquí contándolo no sé si contraviene la lógica del establecimiento, lo que los comerciales llaman su modelo de negocio.
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Frente a las casas blasonadas de Caravaca y Cehegín noto que los nombres de los nobles del sur peninsular suelen ser apellidos populares en Chile. En cambio, los apellidos linajudos del país austral eran nombres de labriegos del norte. En algún momento situado entre la conquista y la independencia los septentrionales les comieron la color a los meridionales al pie de la cordillera de los Andes.
No entiendo por qué a los extranjeros les cuesta tanto retener el nombre de Murcia. ¿Murcia?, preguntan con cara de asombro, como si les dijeras que estabas en Tristán de Acuña. Pero creo que ahora he dado con el argumento definitivo para que lo vayan reteniendo. «Es la séptima ciudad más poblada de España», les digo terminantemente. Mano de santo. En la mayoría de los casos la conversación llega hasta ahí. En otros, se prolonga con una rápida revista a las seis ciudades más pobladas que Murcia.
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Me entero de que en una playa del Cabo de Gata en la que me bañé se filmó una escena memorable de Indiana Jones, en la que un señor destruye una avioneta asustando a las gaviotas con un paraguas. Supongo que las cámaras llegaron y se fueron de Almería por razones económicas. Lo cierto es que sus paisajes ya eran de cine antes del cine y lo siguen siendo.
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No somos para despedirnos, así sea en Almería.
El pan
El 1-O en un pueblo de la Alpujarra.
Al día siguiente por la mañana, a la hora en que pasa el panadero y los vecinos se reúnen en la placica a esperarlo, asoma una vecina escocesa y emite unas cuantas reflexiones en plan Bjork.
Los vecinos le responden copiosamente. Sin agresividad pero con contundencia.
La escocesa se refiere a una idea que ella se hace del mundo. Los alpujarreños, no. Hablan del lugar al que fueron a trabajar sus hijos y donde han nacido sus nietos.
Me despido de ellos, uno a uno. Y el pan me sabe a gloria.