Voy y vuelvo
Diario de Chile
LA FAUNA
Paso el mes de noviembre en Santiago de Chile y unos días de ese mes en una bahía frente a cuya caleta está la Isla de los Locos. En la isla aún quedan unos pocos locos, algún lobo de mar, uno que otro chungungo y unos cuantos pingüinos de Humboldt. Cuando los pescadores arrojan los restos del pescado faenado desde el muelle, los pelícanos y las gaviotas se dan un festín hasta que asoma el lobo y se acaba la diversión. Los chungungos, los mamíferos marinos más pequeños, son escurridizos y ni por ésas se asoman pero a mí me basta con saber que existen. Lo mismo con las bandurrias y los pilpilenes que anidan en esas dunas. Pondría unas fotos con huellas de pilpilenes en la arena pero tampoco quiero exagerar con el jainismo.
Ese verso de JT: Aún quedan en el barro pequeñas huellas del queltehue que murió esta mañana.
LA FLORA
Era la primavera en noviembre y será el verano ahora. Maravilla de ceibos, jacarandas y gravilleas en flor. El ánimo se abre, se florea, se perfuma. Reabro y releo libros que leía cuando cabrito buscando los árboles y su relación con el ánimo. En El Lobo estepario, HH se emociona cuando mira la araucaria tan bien cuidada junto a la puerta de la que imagina ser la casa que podría acogerlo. Al otro extremo, Sartre resiente ante la raíz sobresaliente de un castaño la famosa náusea.
Merino me muestra el ombú que asoma por el muro de la Quinta Montolín, ahora un liceo municipal, donde en los años treinta vivía Edwards Bello.
Releo también Negra espalda del tiempo, en cuyas páginas Marías confiesa que no hay ni una sola hoja de árbol en sus novelas. Impresiona releerlo porque, ahora lo veo, es el libro que Marías escribió para que los lectores lo releyéramos cuando él muriera.
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LAS HISTORIAS
En el avión de ida estoy viendo Drive my car cuando asoma el azafato con el desayuno y me pregunta si quiero una omelette o algo que no entiendo. Le pido que repita lo que no entiendo y de nuevo no lo entiendo y así hasta que me sugiere que me quite los audífonos.
En el vuelo de regreso veo Un mundo para Julius, basada en la novela de Brice Echenique, que hace un cameo como invitado a su fiesta de cumpleaños cuando niño, no está mal como morisqueta al tiempo perdido. Un Upstairs, Downstairs filmado en Lima, donde los ricos son malísimos y los pobres buenérrimos, salvo el protagonista que es rico pero comunica mejor con los pobres. Visualmente es como una película de Wes Anderson, pero sufre si la comparamos con Roma, que va de lo mismo, pero va con más punch.
Veo también otra cinta argentina, Sublime, sobre una banda de rockeros adolescentes, un ejercicio à la Rohmer en tono menor sobre el bello despuntar del vello y de los sentimientos contenidos de un Principito de Saint-Ex, de un Paul McCartney aterrizado en una ciudad costera. Una variación sobre ese tema tan bonito de Chico, En la flor de la edad: Carlos amaba a Dora que amaba a Rita que amaba a Dito que amaba a Rita que amaba a Dito que amaba a Rita que amaba a toda la bandita...
En Santiago, la Flo está produciendo una película en la que el protagonista es un profesor de yoga argentino que llega a Santiago y se cae en un hoyo. Me imagino perfectamente el hoyo.
También en el avión de ida leo este librito. Cuando me lo regaló Montano me dijo que los mejores textos eran el primero y el último. El primero es de Azúa sobre Deshonra. Y sí, nada que objetar. Un detalle, sin embargo: porque Coetzee describe a la Soraya de la novela como honey-brown, Azúa entiende que es una persona de color. Pero la miel no es oscura, objeta, ni siquiera la miel de brezo. Por mi parte, no he probado todavía todas las mieles africanas pero las que sí he probado son morenas, morenazas incluso.
Torné escribe una carta que su alter ego dirige a Claudio López, editor de La Edad de hierro. Que López haya fallecido entre la escritura de la misiva y mi lectura añade extrañeza a esta carta al editor en la que se pone en duda la generosidad de la protagonista del relato de Coetzee para con un vagabundo. Tal vez Torné derribe una puerta abierta pero lo hace con gracia. Distanciarse del autor, un señor que vive lejos y tiene fama de distante, y cortacircuitarlo por la vía de dirigirse al editor es lo mejor de la fórmula.
LA GENTE
Nos tomamos unos helados de maravilla con una maravilla de persona. ¿De dónde sale tal gente?, se pregunta Caetano. Se lo pregunto a la Molly, que nos cuenta con su naturalidad desarmante y su dicción perfecta que su abuela tiene 104 años, su madre 74, ella 44 y su hija 14. Me trae de regalo el timbre que ha hecho con el Juan de Pareja de Velázquez que me pongo de sayo en Twitter. Los mejores regalos son los inmerecidos, los inesperados. El mejor regalo es el de generosidad contagiosa. Me pregunta de dónde me viene la onda con el arte. Te lo deben de haber preguntado muchas veces, añade. Y no. Es la primera vez que alguien me lo pregunta. Respondo echando mano a una historia familiar. Cuando niño mi hermana me llevó a una exposición de pintura donde vi una imagen que me impresionó, La Sensación de transformarse, un cuadro de Dalí. Me interrumpo. Voy a tratar de ponerlo por escrito, le digo. Tengo el ojo ávido. Salgo de los museos, como salgo de algunos lugares, exhausto, siempre queriendo retener una última imagen. La sensación de transformarse por obra de la imagen tal como la sentí cuando niño nunca más me abandonó.
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La perseverancia con la que mi hermana mayor me ha guardado durante estos años unas camisas y la prolijidad con que mi hermana menor las dispone, ¿cómo se llaman en alemán, en japonés, en sánscrito?
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Mi madre me cuenta que una vez que ella llevaba luto pasó un lisonjero y le dijo: Quién pudiera poner las manos donde las puso el difunto...
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En la mitad del viaje se muere la Gal Costa. Esto es un sinvivir, no quedará nadie con vida. Gal será siempre para mí la moza a la que se le rompe un cuerda de la guitarra en 1971 y dice «acontece».
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Estoy tan moreno por el sol que si le hablo a un haitiano me responde en criollo. El gran fenómeno social en Chile hoy, más que el famoso estallido, es la llegada masiva de la inmigración caribeña. La mayoría de los trabajos de primera línea —camareros, dependientes, choferes—, los ocupan venezolanos o colombianos. Tanto así que, como a mí todavía me gusta hablar con la gente, en el ecuador del viaje dejé de preguntar: ¿usted de dónde viene? y pasé a preguntar simplemente:
—¿Cumaná o Bucaramanga?
Florilegio de respuestas: ¡Pereira!, ¡Barquisimeto!, ¡Chichiriviche!
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Encuentro con unos compañeros de colegio a los que no veía desde hace años. Hablamos de esto y lo otro y pasamos revista a los ausentes. Nos despedimos prometiéndonos que nos volveremos a ver. Y de hecho después de despedirnos nos volvemos a ver en la fila para entrar al baño. El rencuentro es cómico y da para contar un chiste, el del resumen de la vida del hombre: Cuando joven va repitiendo SEX-SEX-SEX. Cuando hombre, MONEY-MONEY-MONEY. Cuando viejo, TOILET-TOILET-TOILET.
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Es el penúltimo día del mes, el 29, y Miguel nos invita a comer ñoquis y a poner unas lucas debajo del plato, siguiendo una tradición que manda comer de esa comida barata el día en que escasea la plata justamente para que no falte.
LA DESPEDIDA
Para no llorar en el aeropuerto me digo que me gustaría llevarme la imagen de la ciudad recortada contra la cordillera no en fotos ni en imágenes mentales sino en pintura. Quién pudiera...
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Para Albert
Tomás Marías, Javier Nevinson
El mejor libro de Javier Marías es el último. Lo digo cada vez que cierro una de sus novelas, y ya van unas cuantas. También porque Marías escribe una y otra vez el mismo libro y lo escribe cada vez mejor. Lo que no impide que más abajo actualice la lista de las mejores novelas de Javier Marías y la siga encabezando Mañana en la batalla piensa en mí, inamovible cima del novelista madrileño.
Tomás Nevinson es la continuación de la historia que se cuenta en la novela anterior, Berta Isla, y algunos de sus personajes y lugares ya estaban en la trilogía Tu rostro mañana. Algo ha cambiado, eso sí, con el paso del tiempo: «Ya no creo en la pulcritud de la democracia, ni en la asepsia del Estado, ni en nada, o tan sólo en la evitación de desgracias que recaen sobre la población inocente y desprevenida», dice el protagonista. Que por ese camino tiene que pasarse una temporada en una ciudad del noroeste peninsular, una ciudad con río, que Marías llama flaubertianamente Ruán, adonde nos lleva a conocer de cerca la fauna local y en particular a tres mujeres: Inés Marzán, Celia Bayo y María Viana. Una de ellas, doble militante ETA-IRA.
No pienso destripar la novela, descuiden, pero aviso de que hay un momento divertido y es más divertido aun si uno piensa que Marías no lo inventó. Están Nevinson y su jefe Tupra tomándose unas patatas bravas en una terraza madrileña un día 6 de enero, con frío, cuando se sienta en la mesa del lado un grupo en el que lleva la voz cantante uno de esos españolazos que propagan sus necedades dando grandes voces. Como éste desconcentra a Tupra, que lo tiene a sus espaldas, y está intentando convencer a Nevison de algo importante para él, decide hacer callar al vociferante apoyándole el tenedorcillo en las costillas y diciéndole al oído en inglés que si no se calla de una vez se lo enterrará hastas las entrañas. No he podido dejar de pensar que Marías haya podido presenciara algo similar protagonizado por su amigo Pérez Reverte en uno de sus conocidos encuentros.
Conté en Twitter el chascarrillo con la vendedora de la librería de un centro comercial en Las Palmas adonde fui a comprar el libro. Cuando le pregunté si tenía Tomas Nevinson de Javier Marías, se quedó pensando un momento, fue a buscar al ordenador y me preguntó a su vez: «¿Cómo me dijo que se llama el autor, Tomás Nevinson?».
El joven antes conocido como M puso entonces este comentario: «Javier Marías» de Tomás Nevinson, una boutade con trasfondo. Marías habla de sí mismo, claro, a través de Nevinson, que es su alter ego mejorado: oxfordiano, buen conocedor de Shakespeare y Baudelaire, considerativo pero volcado a la acción y, como buen alter ego, más joven, más guapo y con pelo —como el Gerard Philippe que fuma en la portada del libro. Porque mucho se fuma en estas novelas de espías de Marías. Berta Isla y Tomás Nevinson aparecen en sus portadas respectivas fumando y en sus páginas a menudo alguien tiene que sacudirse las cenizas que le han caído en la manga.
En los reconocimientos, en fin, Marías agradece «una mínima idea debida, creo, a John Le Carré». Sospecho que tan mínima no será. Pero no seré yo quien dé con ella. Dejo esa tarea a los finos Lecarreristas, que son muy buenos buscando y mejores encontrando.
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Lista de las últimas diez novelas de Marías ordenadas según la preferencia de este lector:
Mañana en la batalla piensa en mí
Así empieza lo malo
Tomás Nevinson
Berta Isla
Negra espalda del tiempo
Tu rostro mañana
Los enamoramientos
Corazón tan blanco
Todas las almas
El hombre sentimental.
La isla de Cocos
De vez en cuando un amigo me pregunta qué leo. Como hace tiempo que no lo hace aprovecho para contestarle.
Otro amigo publicó una novela policíaca que transcurre en mi pueblo. El primer sospechoso del crimen dice que vive en mi calle. Aparte de eso, el sospechoso se me parece poco porque es feo y roñoso.
Me he leído también El Péndulo. Lleno de erudición, como todo lo que publicaba Eco, y a menudo divertido. El protagonista va a vivir un tiempo a Brasil con su novia brasilera, y juntos participan en sendas ceremonias de candomblé y umbanda, cultos sincréticos cristiano-africanos. La novia brasilera es café con leche, ha vivido parte de su vida en Europa y es profundamente racionalista, por lo que se asoma a esos rituales con distante esceptismo. Como se sabe, el punto culminante de esos ritos afrobrasileros es la encarnación de los dioses de la naturaleza en la persona de alguno de los participantes a la ceremonia, que súbitamente entra en trance, habla en lenguas, pone los ojos en blanco y se sacude convulsivamente. La novia brasilera resiste a la llamada de uno de esos poderes atávicos pero lo propio de los dioses es doblarnos la mano. Tanto así que al día siguiente la novia brasilera se siente tan incómoda que desaparece de la vida del protagonista para siempre. Las líneas que ponen fin a ese capítulo son saudade pura y reconcentrada:
«Permanecí todavía un año en Brasil, pero ya con la sensación de la partida. (...). Pasaba horas larguísimas en la playa tomando el sol. Me dedicaba a remontar cometas, que allá son bellísimas».
Luego me puse con Hamsun, Mujeres en la fuente. Un marinero noruego vuelve del Mediterráneo a su pueblo natal con una pierna menos. Hamsun escribe muy bien, con mucho nervio. Su relato deja flecos sueltos que por suerte él no se siente obligado a redondear. Hasta que de pronto se saca una carta gorda de debajo de la manga: «Después el invierno pasa. Y después otros inviernos pasan». Hombre, hombre...
También me leí una biografía de Stevenson. ¿Por qué decide RLS vivir sus últimos años en Samoa, un lugar cuyo clima no le conviene para nada a su precario estado de salud? El biógrafo, Alex Capus, deja ver una posibilidad bien novelesca.
Se supone que el tesoro de La Isla del tesoro es el de la catedral de Lima, que salió de El Callao a toda máquina a comienzos del XIX para ser puesto a buen recaudo y un corsario de apellido Thompson habría escondido en la isla de Cocos. Siempre se ha creído que se trata de la Isla de Cocos que está entre las Galápagos y América Central bajo juridicción costarricense. Pero resulta que RLS descubrió que el nombre anterior de la isla tonguesa de Tafahi —a unas cuantas horas de navegación desde su isla samoana— es también Isla de Cocos... RLS era rico porque accedió al final de su vida a la fortuna familiar —su abuelo había inventado un faro marítimo— y no necesitaba del tesoro de Lima para beber buen borgoña en plena Polinesia, pero ahí está el hallazgo del nombre de la isla para salpimentar la biografía.
Leyendo a Capus caigo en la cuenta de que Stevenson escribió la parte de la isla en La Isla del tesoro durante un invierno en el que se curaba la tuberculosis en Davos. El contraste entre el paisaje de los Alpes suizos en invierno —blanco sobre blanco— con la vegetación lujuriante de la isla tropical que describía es total.
Yo suelo regalar La Isla del tesoro, el libro, en alguna edición ilustrada. Y digo que la última vez que me se aceleró el corazón fue leyéndolo. También es cierto que cualquier circunstancia es buena para poner este Requiem escrito por RLS y que sirve como epitafio sobre su tumba:
«Bajo el inmenso y estrellado cielo / Caven mi fosa y déjenme yacer / Alegre he vivido y alegre muero / Pero al caer quiero hacerles un ruego / Que pongan sobre mi tumba este verso / Aquí yace donde quiso yacer / De vuelta del mar está el marinero / De vuelta del monte está el cazador».
PS /
PS 2/ La Isla de Cocos surge en medio del océano por una erupción volcánica. Durante mucho tiempo no es más que un enorme peñasco cubierto de lava. Hasta que un día una semilla arrastrada por el viento desde el continente encuentra refugio en la isla y prospera. Ahora la isla es pura selva impenetrable.
PS 3/ Tantos rebuscadores han pasado por la Isla de Cocos dejando abandonados toda suerte de cacharros que ahora es inútil buscar el tesoro con un detector de metales. Mientras más eficaz es éste menos funciona porque el suelo está tan lleno de desechos metálicos que el detector colapsa. Estas cosas y otras cuenta Capus.
PS 4/ Otra versión del Requiem de Stevenson que he puesto arriba, traducido por Javier Marías —con algún mínimo retoque:
Clara fue mi alma, libres mis actos, honor era mi nombre / Nunca huí ante el miedo ni perseguí la fama / Caven hondo y déjenme yacer bajo el inmenso y estrellado cielo / Alegre en vida, fui alegre al morir / Caven hondo y déjenme yacer.
Caven hondo en algún valle verde donde la brisa suave sople fresca en el río y en los árboles cante… / Caven hondo y déjenme yacer bajo el inmenso y estrellado cielo / Alegre en vida, fui alegre al morir / Caven hondo y déjenme yacer».El intérprete
«¿Quiere que le pida un té?», le pregunta Felipe González a Margaret Thatcher. Y el intérprete traduce la pregunta así: «Dígame, ¿a usted la quieren en su país?».
Me acordé de esta escena de una novela de Javier Marías cuando leí la noticia de que Pedro Sánchez y Theresa May habían hablado por teléfono hace un par de días para intentar llegar a un acuerdo sobre Gibraltar. Imagino la conversación teléfonica, con Sánchez mentando a Gibraltar y May exclamando «Yibrouda!?» y lamento que no hayan necesitado de un intérprete para salpimentarla.
Penélope en su isla madrileña
Justo antes de leer el desenlace de Berta Isla, cerré el libro y me dije que Marías podría haberse atrevido a terminarlo en ese punto, dejando a la protagonista sumida en la indefinición y la melancolía de la espera en su isla madrileña, como buena Penélope que es.
Cuando leí por fin el desenlace tuve que admitir que éste está bien llevado y que la novela, impecable hasta ese momento, se gana también el derecho de atar los últimos cabos y de cerrarse sobre ella misma.
Impecable conjunto, ya digo. Pero no hay que hacerme mucho caso, para mí la mejor novela de Marías suele ser, mientras la leo, la última. Con todo, he dejado pasar unos días antes de escribir esto, a ver si pasada la emoción asomaba la decepción. Y no.
Como otras veces, las abundantes citas que apoyan la historia no las malgasta Marías en epígrafes sino que las integra con bien en la propia narración. Como otras veces, también, en esta historia he vuelto a ver la vieja renuencia de los personajes masculinos de las novelas de Marías a asumir la paternidad, las vueltas que se obligan a dar para convertirse en padres.
Gran Hotel Othelo
Hoy comienza el invierno que ya comenzó y que en cierta medida no termina nunca bajo estos cielos. El solsticio de invierno llegará dentro de veinte días marcando el fin de la reculada de la luz y su lento retorno. Un par de veces, de regreso del verano austral, borracho de sol en pleno enero, viendo al avión adentrarse en la fría oscuridad del noreste me he preguntado si estoy bien de la cabeza.
El cuento es que una de estas noches vi Winter sleep. En pleno invierno, en medio del paisaje roto de la Anatolia central, un hombre avejentado escribe columnas que no leerá nadie. Alguna vez creímos que serías mucho más de lo que has sido, le dice su hermana, con esa crueldad fría que la tibia familiaridad consiente. Su mujer, por su parte, intenta paliar la pobreza ambiente a través de una especie de ONG informal. Hasta ahí llegan los parecidos porque nuestro hombre es rico y su mujer joven.
Cuando me levanté del sillón habían pasado más de tres horas, ya era más de medianoche y yo estaba hambriento porque no había cenado. Hacía tiempo que el cine no me jugaba una pasada así. Cuando niño, entraba al mediodía a la función cuádruple del cine Avenida Matta y salía hacia las ocho sin saber ni cómo me llamaba. Ahora uno cree tener las ficciones bajo control y, sin embargo, cualquier noche una historia turca le altera el programa.
Winter sleep se apoya en tres relatos de Chéjov y en un desenlace de Dostoyevski para contar no mucho más que el lento discurrir de los días en un sitio remoto. Y entreabrir el alma de sus personajes. No suelo permitirme frases así pero a ratos creía estar leyendo un libro de Coetzee. En un momento de tensión aguda, dos personajes, a punto de irse a las manos, resuelven la situación soltando sendas citas de Shakespeare. A lo Marías, o sea, y con música de Schubert.
En fin, para no embalarme más ni largar destripes, acabo con una simpleza. Nuestro personaje, que fue actor cuando joven y es un celoso de cuidado, de esos que están seguros de no serlo, posee y atiende un pequeño hotel rural: el Hotel Othelo.
Palma de oro en Cannes. Qué menos.
Las calles
Cuando pasa el tiempo, lo real adopta un aspecto de ficción, y será ese el sino de nuestros retratos. Eso dice Javier Marías. Lo recuerdo viendo la foto de este hombre caminando por Santiago de Chile.
Esas son las calles por donde anduvo también Antonio después de desembarcar de un navío genovés y del tren trasandino y haber pernoctado los primeros días en el Hotel España de la calle Morandé, a dos pasos del lugar de la foto, tras un mes de travesía de la meseta castellana, el océano Atlántico, la pampa argentina y la cordillera de los Andes, de dejar atrás su pueblo, las ciudades de Oviedo, Madrid y Barcelona y los puertos de Santos y de Buenos Aires.
Mucho hablé con él, años más tarde, caminando precisamente por calles como la de la foto. Ahora que ya no puedo preguntarle nada más, cuánto me gustaría escucharlo contar algún intersticio de ese viaje, cualquiera, el que él eligiese.
La mejor novela de Marías suele ser la última
Javier Marías parece escribir siempre la misma novela, una variación sobre la novela de Javier Marías. Y ya son doce. Así empieza lo malo tal vez sea la mejor de la docena, no sólo por ser la última -se conoce la propensión de ciertos clientes a preferir lo más reciente. También porque siendo el suyo un proyecto de novela única o de variación sobre el tema de una misma novela, es natural que la versión vaya mejorando, con la excepción notable de Mañana en la batalla piensa en mí, que sigue siendo, en el horizonte de este proyecto, una cumbre anticipada.
En esta última, más y mejor que en otras anteriores, la intriga, la gana de conocer lo que viene y de saber por qué lo que sucede ocurre así y no de otra manera, la comparte el lector con el narrador, de manera que por ahí la novela avanza como la arena por la cintura del reloj, sin que las consideraciones del autor en torno al comportamiento de los protagonistas, sus repeticiones incluso, demoren la acción. Más bien, le hacen ganar espesura. La literatura, afirma el narrador, es la única manera de explicar lo que por otra parte resulta inexplicable.
Tampoco es que no sobren un par de páginas de las 535 que cubre la obra, lo que no afea sin embargo el conjunto, notable en toda la línea. Así, cuando la intriga afloja porque la verdad llega, el desenlace sorprende y se asienta con aplomo. Como soy porfiado, detrás de este desenlace veo, tal como vi en Mañana..., el asuntillo de la paternidad, del cómo y por qué enrevesados caminos se convierte uno en padre, o en el padre. Y, desde luego, podría el lector ponerse pesado y hacer una lectura marcadamente psicoanalítica. Pero para qué. Baste con decirse que también en este terreno el narrador, el joven Juan de Vere, no esconde su repertorio para que el resultado sea elocuente.
No le falta humor a Así..., aunque tampoco le sobra. O será que no a todos nos hacen gracia las mismas cosas. El personaje del profesor Rico, por ejemplo, debe de ser desternillante para el profesor Rico. A mí, en cambio, me hizo gracia la escena del narrador frente a un santuario pinochetista trepado a un árbol (a un árbol madrileño, de los mismos que pierden sus ramas con tan trágica frecuencia últimamente, a un árbol y no a un plátano oriental, ni a una acacia, ni a un arce), obligado a explicarse luego con una monja tocada por una cofia como de pájaro de papiroflexia, muy felliniano todo.
Hay repeticiones, ya está dicho, y algunas son muy logradas, como este diálogo del hombre mayor con el que fue cuando joven, una suerte de concentrado del Otro borgeano. Así sea sólo por él, vale el libro entero. Pero es que hay mucho más:
« Fíjate bien en esa experiencia y no pierdas detalle, vívela pensando en mí y como si supieras que nunca va a repetirse más que en tu evocación, que es la mía; no podrás conservar la excitación, ni revivirla, pero sí la sensación de triunfo, y sobre todo el conocimiento: sabrás que esto ha ocurrido y lo sabrás para siempre; cáptalo todo intensamente, mira con atención a esa mujer y guárdalo a buen recaudo, porque más adelante te lo reclamaré, y me lo tendrás que ofrecer como consuelo ».
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Lista de las últimas ocho novelas de Marías ordenadas según la preferencia de este lector:
Mañana en la batalla piensa en mí
Así empieza lo malo
Negra espalda del tiempo
Tu rostro mañana
Los enamoramientos
Corazón tan blanco
Todas las almas
El hombre sentimental.
Voy y vuelvo
Vengo de comprar una guía de la isla donde me iré a leer Así empieza lo malo, que también compré, así como un libro de Coetzee, el único que aún no he leìdo. Cuando acabe El Maestro de Petersburgo tal vez escriba unas líneas que llame Para leer a Coetzee, o Leer a Coetzee, o Coetzee. El primer capítulo del Maestro... debe de estar entre lo más triste que he leído en mi vida, y esto último es un elogio. Para alegrías, ya tenemos suficientes con las que nos trae el día a día.
De paso me detuve a observar a la gente que, como dice Marías, así, en general, está loca.
El retrato
Daniel Mordzinsky, fotógrafo de escritores, guardaba su archivo fotográfico en un despacho que Le Monde cedía al corresponsal de El País en Francia. La semana pasada, el diario parisino quiso dar a ese lugar otro uso, dice haber avisado al corresponsal concernido de la medida y, como éste no dio señales de vida, haber ordenado a un empleado que desocupara el despacho, lo que éste último hizo y de paso arrojó el archivo fotográfico de Mordzinsky a la basura. Miles de retratos de escritores tomados durante varias decádas de trabajo desaparecieron de un plumazo.
El lamentable incidente ha incendiado las redes sociales, que son tan inflamables como extinguibles. De entonces ahora, otros incendios las mantendrán inquietas. Aparte de lamentar el sucedido, como hace hoy Vargas Llosa, me he acordado de un percance de otro cariz, el del colchón inflamable.
También, de los libros que Javier Marías ha dedicado a los retratos de sus colegas (Vidas escritas y Miramientos), de los que hablábamos en este blog recientemente. A uno de esos retratos, el de Beckett en 1964, de Jerry Bauer, le dedica unas líneas Coetzee en su Diario de un mal año. «¿Realmente decidió Beckett por su propia y libre voluntad sentarse en un rincón, en el cruce de tres ejes dimensionales, mirando hacia arriba, o el fotógrafo lo persuadió de que se sentara ahí?», se pregunta Coetzee. A partir de ese retrato y, probablemente, de su propia experiencia como material retratable, Coetzee extrae la siguiente conclusión paradójica: cuando más tiempo tiene el fotógrafo para hacer justicia a su modelo, tanto menos probable es que le haga justicia.
O, dicho de otra manera, el mejor retrato suele ser el del pasaporte.