Breve historia de la papisa Juana
Casando dos asuntos del día, el papismo y la paridad, mi amigo GB, que ha encontrado refugio últimamente en el medievo, me cuenta la historia de la papisa Juana, una mujer que fue coronada papa y ejerció el pontificado allá por el año mil hasta el día en que, en plena procesión entre el Vaticano y San Juan de Letrán, pidió que la bajasen de la bien llamada silla gestatoria y dio a luz a una criatura.
Dos versiones, a partir de ese hecho mirífico: la papisa pierde la vida en la puja, o bien la pierde lapidada por los fieles.
Según Jean de Mailly, allí donde murió la papisa Juana fue enterrada, y en el lugar se escribió: Petre, pater patrum, papisse prodito partum (Pedro, padre de padres, propició el parto de la papisa).
Desde entonces y para evitar nuevos chascarros, la santa madre iglesia y sus cardenales verifican la virilidad del papa electo antes de coronarlo. Sentado en una silla perforada, el papa se deja auscultar por un encargado quien, si encuentra todo en su sitio, exclama: Duos habet et bene pendentes.
El largo cuello del cisne
Leo que este tercer decanato de Acuario está bajo la égida de la constelación del cisne. No sé muy bien lo que eso significa, pero me lo imagino. Los pájaros son mandados a hacer para traducir los sentimientos, que suelen ser confusos. O sujetos a interpretaciones.
El papa, sin ir más lejos, larga palomas al vuelo en Roma y hete aquí que las atacan gaviotas y cuervos. Cuervos que, en rigor, sólo son cornejas. Cuervos carroñeros y retintos ya casi no quedan y, sin embargo, siguen teniendo mala prensa. Se olvida que fue un cuervo quien anunció a Noé el fin del diluvio con una rama de olivo en el pico. Ahora que llueve tanto convendría recordarlo.
Pero el cisne. De engañoso plumaje. De los muchos usos que se le han dado al personaje, mi favorito es el del soneto del mexicano González Martínez que recitábamos en la glorieta de la facultad. El cisne es la poesía barata y el búho, los porfiados hechos. La fiction y la faction. El becario y el columnista. El imberbe con gusto a leche y el plumífero de pelo en pecho.
Tuércele el cuello, anda.
Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje
que da su nota blanca al azul de la fuente;
él pasea su gracia no más, pero no siente
el alma de las cosas ni la voz del paisaje.
Huye de toda forma y de todo lenguaje
que no vayan acordes con el ritmo latente
de la vida profunda... y adora intensamente
la vida, y que la vida comprenda tu homenaje.
Mira al sapiente búho cómo tiende las alas
desde el Olimpo, deja el regazo de Palas
y posa en aquel árbol el vuelo taciturno...
El no tiene la gracia del cisne, mas su inquieta
pupila, que se clava en la sombra, interpreta
el misterioso libro del silencio nocturno.
El balcón
Ha hecho calor y apenas ha llovido en las últimas semanas y el resultado está a la vista, no hay nada más triste que unas plantas moribundas en ese balcón donde una mujer intenta reanimarlas. Se ve que está de vuelta de las vacaciones y confió en que llovería como suele llover bajo estos cielos, o bien no conocía a nadie a quien pedirle que regase sus plantas, o no confiaba en nadie tanto como para dejarle la llave de su casa.
La imagen me recuerda otra, del viejo barrio del Trastevere, en Roma, donde una asociación vecinal exhibía con orgullo el resultado de su accionar durante la canícula que golpeó Europa en el verano de 2003, hace justo diez años: ni un solo muerto entre los ancianos del barrio, allí donde en otros barrios y en otras ciudades el calor unido a la soledad había hecho estragos. La fórmula es simple y no cuesta un euro: cada persona mayor se hace cargo de visitar una vez al día a otra persona mayor para ver como le van las cosas.
Por cierto, el sentimiento de anonimato y de autarcía que proporciona la ciudad es una conquista de la civilización y no se trata de renunciar a ella, no estoy predicando el regreso a formas de gregarismo tribal valiéndome de unas flores mustias. Sólo que la desazón en la mirada de la jardinera en su balcón me ha recordado a los viejos sobrevientes del Trastevere y he querido saludarlos en esta noche de verano.
Óleo de Gustave Caillebotte
La puttana
To Rome with love se llama la última de Allen, que persevera en la tarea de embarcarnos en sus city trips por la vieja Europa. El envío de postales se le da bien, ese color calabaza de los palacios romanos mejora sobre el celuloide o su sucedáneo.
Las historias de Allen suelen ser siempre las mismas, las parejas jóvenes, maduras o viejas, ricas o menos ricas, gringas o menos gringas se frotan entre ellas con resultado de abundantes equívocos, numerosas risas e incluso alguna arruga en el alma. Marivaudages entre preciosas ridículas y galanes declinantes, o al revés.
Se sabe que Allen produce un filme cada año y que él mismo no los ve tras su estreno, ocupado como está con el siguiente. También, que esta última serie europea ha sido un éxito de público y de crítica.
Este, romano, tras Barcelona, Londres y París, parece el peor de los cuatro filmes. Los costurones que sostienen el entramado de las historias que el cineasta cuenta en paralelo son bastos y, en un par de ellas, los recursos argumentales resultan demasiado gordos. Lo mejor probablemente (mucho más que Begnini haciendo de Allen mediterráneo), sea el propio Allen haciendo de Allen, resistiéndose a la jubilación y a la muerte al precio de darle la tabarra a la concurrencia, perfectamente desenmascarado por su psiquiatra de mujer.
Y, quien lo iba a decir, quien sale mejor parada es la puttana romana, Penélope Cruz en persona. Ya en Volver, de Almodóvar, Cruz componía un personaje directamente sacado de lo mejor del neorrealismo italiano. En To Rome with love da un paso más en su propósito de demostrar que es ella, hoy por hoy, lo más parecido a Sofía Loren de cuanto se mueve por las pantallas. En contraste con las gringuitas sosas o insufribles, Penélope tiene un efecto tónico o, mejor aún, gazpáchico.
La nieve del día previo
Diario de Roma (y 2)
El niño rey recibe a su madre en la puerta, se va de cabeza a las bolsas de la compra y la llama estúpida porque no encuentra nada para él. Luego, a la hora de la cena, lo poco que se lleva a la boca lo devuelve, mientras mira un dividú rodeado de juguetes entre unos muros que él ha pintarrajeado a su regalado gusto. Cuando su padre, en broma, le dice que le apagará la peli porque ya son las once de la noche, lo llama estúpido también a él. Por cierto, es un niño precioso e inteligente.
Esta mañana se me acerca el aprendiz de camarógrafo, un rapaz de 18 años, hijo de un gallego de P y de una italiana de V, que nació y vive en Roma. El juzga la diferencia entre España e Italia como radical: España estaría de parte de la tradición e Italia de la transgresión. Iba a decirle que donde dice España debería decir P y donde dice Italia debería decir Roma, pero lo entenderá por él mismo antes de que yo termine la frase. Es muy listo.
Almorzamos en el Cantinone, junto al mercado de Testaccio, mientras se derrite la nieve. Deliciosos rigatoni alla pajata, típicamente romanos. Y luego nos vamos a San Giovanni in Laterano, una de las cuatro basílicas romanas, un modelo de clasicismo vaticanista, su enormidad marmórea y el esplendor de sus dorados. Y al anochecer bebemos té en el café del que Pasolini era habitué. Y pasamos bajo la Porta Maggiore, una ruina como tantas otras en pleno funcionamiento, por donde cruza el trenino cargado de inmigrantes. Y por donde un coche derriba a una señora al borde de la anorexia. No parece tener nada roto pero hay que levantarla, y el señor que va con ella decide dejar ir al conductor. Tal vez estén indocumentados.
Por la noche duermo profundamente escuchando la nieve del día previo hasta que me despierta la sed y la certeza de que estoy dejando secarse la última porción húmeda que me queda en el cerebro. Con ella paso revista a las imágenes. Roma bajo la nieve. El parrucchiere se llama ahora bioestheticien y tiene mucho trabajo. Pero el señor de la infortunistica stradale sigue dedicado a lo mismo y trabajo no parece faltarle.
Ahora es el viaje de regreso y de los Apeninos a los Alpes el paisaje aéreo es una carátula de rock sinfónico, pero mejor. Ya sobre B, el paisaje terrestre es un cuadro de Brueghel. Pero peor.
La pasta al pepe
Diario de Roma
Ahora estoy en Zaventem, a la espera de subir al avión que nos llevará a Fiumicino si consigue despegar del suelo nevado. He dormido pocas horas, la cabeza trabaja al ralentí, apenas un puñado de palabras se mueven a paso de lobo. Al contrario del ritmo de la noche, cuando van y vienen, y aletean.
Alitalia es una compañía en liquidación por cierre de temporada, a juzgar por las caras de los sobrecargos. Los pasajeros componemos una comunidad de destino que se disuelve en cuanto el avión toca el suelo mojado. Podría habernos unido la calamidad, pero nos separa la normalidad. Unos vienen y otros vuelven, unos compran y otros venden. Con algunos, la comunidad de destino se adelanta o se prolonga por unos cuantos metros. Con Bertram Tupra, por ejemplo, como tendría que llamarse ese señor dado su parecido con el personaje de Tu rostro mañana. Íbamos juntos en el mismo vagón entre Bruselas y Zaventem y ahora nos subimos al mismo vagón que nos lleva al centro de Roma, en el que Tupra echa una mano a las señoras con las maletas.
La entrada a Roma es el recuerdo de la primera vez. Los lugares están condenados a ser su primer recuerdo, sobre todo aquellos a los que volvemos, con lo que esa primera vez tuvo de decepción y de encantamiento. Con su puñado de palabras sobre los mármoles y los dorados, sobre las piedras venidas abajo y las basureros volcados. Un puñado de palabras, como las que comparten los comensales en las mesas de este restaurante, al que vengo porque en él estuve meses atrás con los míos y volver es mi manera de celebrarlos. Estoy cenando pasta al pepe (a la pimienta), cuando recibo desde B mi puñado de palabras. Del cielo raso cuelgan decenas de botellas de vino. Parece una instalación de artista plástico pero es sólo la decoración. Un puñado de palabras que brillan en la oscuridad, como la hélice que lanza al aire el bangladesí que vende juguetes multicolores en Santa Maria de Trastevere. Como la música del acordeonista. Como las risas que intercambian las chicas de la mesa vecina, contentas de estar sólo entre ellas y descontentas de sólo estarlo, mientras se emborrachan con agua mineral y unas cuantas calorías, y su contacto recíproco. Estoy en Roma, la vida está en otra parte.
Cada cual va tecleando en su teclado particular el puñado de palabras de su ahora. Todos los servicios que hoy me han prestado, tren, avión, restorán, han consistido en mantenerse sentado. Al servicio del tranvía o del taxi he resistido, y camino bajo la ridícula lluvia romana Viale de Trastevere arriba. Este invierno el Tíber baja tumultuoso. Se avecinan elecciones regionales, se suceden los carteles, una cara, un eslogan, la horma de su zapato. El eslogan de la candidata berlusconiana es 'energía positiva'. Aun así, a pesar de la vacuidad del eslogan, ganará la próxima elección del mes de marzo. El eslogan de los opositores es aun más vacuo, si se puede: 'En poche parole, un'altra Italia'. La gente, me dice mi amiga, antiberlusconiana de la primera hora, no quiere otra Italia, quiere esta Italia del calcio y la tivú berlusconiana, con más puestos de trabajo y menos filas en los hospitales, de ser posible. Al común de los mortales les encanta Berlusco y los culebrones y los cómicos que se ríen de él en su propia tivú, y las rubias que le alegran su vida de viejo recauchutado. Hasta las madres de sus opositores han acabado conmovidas al verlo sufrir.
(Continuará, ma non troppo)
La tromba
El comedor es grande y está casi vacío. De pronto y sin previo aviso entra en tromba un grupo de muchachas y muchachos, que se van instalando en las mesas y despachando con hambre y entre risas y animadas conversaciones la cena. A los de un lado los declaramos holandeses y a los del otro lado italianos. En cuanto nos llega el sonido de sus voces, los holandeses quedan confirmados como tales. Los otros, en cambio, no parecen hablar italiano sino otra lengua que resulta ser serbio. A partir de ese momento, los supuestos italianos comienzan a parecernos marcadamente serbios. No es que uno crea que es lo mismo ser lo uno o lo otro, es que esta gente hace todo cuanto puede por parecerse y sólo la separa ya, y apenas, el nivel de ingresos.
Roma amoR (y 7)
En el tren, un señor trabaja en su ordenador portátil. Su trabajo consiste en medir patas de arañas. En el baño de la estación de trenes, otro señor se obstina en mirar cómo mean los pasajeros.
Almuerzo en el Transtevere, en un restaurante que, con buen ojo, cuelga el siguiente anuncio: 'In this bar we are against the war and the tourist menu'. Con lo que consiguen llenar las mesas, al menos las cuatro mesas sobre la acera.
Del otro lado del río, las termas de Caracalla, aquella grandiosidad venida abajo.
En Ladispoli, fiesta del Partido Demócrata. Música pop, animadores de ambiente televisivo, comercio justo, paneles solares, peticiones, agricultura local, productos naturales, trolls, banderas europeas, de la Paz, del Tíbet. Gente, la justa. Los jóvenes se mantienen fieles a los videojuegos, al grupo en la calle. Las familias, a la elección de Miss Italia en la tele.
Por su parte, entre los almuces y los tilos, los estorninos se mantienen excitados hasta bien entrada la noche.
Arrivederte, Roma amoR.