Leídas, en el tren, las hojas de Uriarte. Están muy bien, como siempre. Uriartísimas. Maneras y razones de sus autores favoritos y sus propias razones y maneras de interesarse por ellos. Unas líneas sobre Leopardi son particularmente deliciosas: a partir de los 50, los vejetes perdemos la capacidad de cambiar de registro y quedamos definitivamente atrapados en dos categorías: la de los pelmazos que sólo hablan de ellos mismos y la de los bobos que los escuchamos.

Recuerdo haber oído una vez a Parra desarrollar esta idea: para la mayoría, conversar significa hablar ellos. Por mi parte, y volviendo al tren, admiro a ciertas señoras que resuelven a su manera esta cuestión hablando todas al mismo tiempo.

Hablando de su santoral (de Constant a Renard), Uriarte imagina encuentros que probablemente se produjeron sin que hubiese nadie para consignarlos: Einstein y Kafka tocando juntos el violín en Praga en 1912. La madre de Uriarte, su ama, y Salinger en el Museo de historia natural de Nueva York en 1928.

Y descubre y demuestra que Kodama mete mano en la obra de Borges.

Montano reproduce el extracto sobre Constant donde Uriarte se refiere al diario como secreto o como espacio abierto a la galería. Enrique Lihn acuñó el término de galería imaginaria para burlarse de los escritores que tienden a darse en espectáculo, él el primero, entelequia de la que se apropió Rodrigo Lira y a la que dedica su Ars poétique. Imagino que todo escribidor, incluso el más desprovisto de lectores, tiene una galería personal que lo mira por encima del hombro. E imagino también que quien escribe en secreto, para sí mismo, escribe contra ella, para librarse de ella.

IU