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Camino de Santiago
17 août 2022

La glicina del primer patio

Mundos habitados, 2 

Capture d’écran 2022-08-17 à 18

«El verde y discreto resplandor del primer patio, la transparencia de las ventanas de las galerías y los reflejos inexactos que en ellas se producían, el brillo rojizo de las maderas en el hall, los mandalas de las baldosas, las formas entrelazadas de los cuarteles de yeso.

(...)

«Las ventanas entreabiertas de los patios, la duplicación de los espejos, los vidrios opacos de las mamparas.

(...)

«El paragüero era un habitante acuoso de la entrada, una presencia insomne que duplicaba las baldosas de ajedrez, las treinta y seis ventanas del panel superior de la puerta de calle, los vidrios esmerilados de la mampara, la glicina del primer patio.

(...)

«La mampara de vidrios estriados, con la agarradera de bronce, el picaporte nominal, coronada por una galería de treinta y seis vidrios. Y la puerta de calle: esa cuestión conventual, complicada, severa, inexpugnable, que sólo se cerraba por las noches y que también encontraba cerrada si me levantaba muy temprano: era el signo del sueño de los otros, en las mañanas de la escarcha en los techos y de las ramas peladas, y de los pájaros furtivos que se paraban en los deslindes de ladrillos del fondo, y las estufas negras que había que prender en el patio».

Fragmentos de «Mundos habitados», de Roberto Merino

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15 août 2022

Los puentes y los túneles

Tiene 13 años y vive en una casa antigua en un viejo barrio. Antes de salir a la calle, se detiene frente al espejo del paragüero, se mira con seriedad y experimenta ese desdoblamiento que se produce cuando uno sostiene su propia mirada hasta que la imagen se separa del modelo.

En esa escena de Mundos habitados, el último libro de Roberto Merino, cabe al menos la mitad de la historia del arte: Borges hablando con su doble, Rembrandt registrando el paso del tiempo por su cara y todo el Bildungsroman. 

La introspección a la que se libra Merino se resume en esa imagen («quería entender qué mierda de cara era la mía») y al mismo tiempo no cabe completamente en ella. Porque no se trata de una confrontación con el vacío existencial sino más bien con la vasta profusión del mundo y sus lugares compartidos. Con las calles, con los demás, con todo lo que suena o enmudece y se mueve o está quieto: con las letras de las canciones de la radio, sin ir más lejos.

«Los niños escuchan las letras de las canciones como en un trance permanente, escribe Merino. No se las cuestionan, son receptores transparentes de cualquier cosa que se diga mediante las canciones». Las canciones que resuenan en este libro son un retrato de una época y sobre todo una caja de resonancia a la que hay que entrar para entender cómo conecta uno con el mundo, como funciona la circulación en los puentes y los túneles que abrimos con la realidad. 

Más que convertirse en personaje, Merino se apersona en Mundos habitados para sostener en su propia experiencia su indagación sobre la relación entre la intimidad y la realidad. El niño de la casa se convierte en el joven de las calles que, años más tarde, escribirá este libro. Cuya gracia, por cierto, también está en otra parte y en la manera cómo esa gracia se materializa en esa combinación de lengua culta y habla callejera, un arte en el que probablemente Merino es insuperable.

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