Grecia 907
La inminente publicación de «Declaración jurada» (Ediciones Universidad Diego Portales) pone de manifiesto la capacidad del mítico poeta para literaturizar las declaraciones judiciales, los currículum laborales y el peculiar género de las cartas abiertas.
Roberto Merino
A mediados de 1981 —el año en que murió— , Rodrigo Lira estuvo empeñado en darles un orden a sus trabajos poéticos. Por un lado agrupó, bajo el título de «Marginalia», los textos de juventud que no alcanzaron a ser divulgados en revistas ni en presentaciones públicas y de cuyo destino literario no estaba muy seguro. En otro montón quedaron los poemas cuya selección fue la base del «Proyecto de obras completas», a estas alturas los más conocidos por los lectores.
Fuera de programa, sin embargo, han subsistido otros escritos suyos de naturaleza ocasional. Estos son, en su mayoría, los que conforman «Declaración jurada», este nuevo libro póstumo. Aparte de un poema angustioso («Grecia 907») y de una aventura de escritura colectiva en la que nos embarcamos Lira, Antonio de la Fuente y yo en 1980 («San Diego ante nosotros»), lo que nos muestra «Declaración jurada» es la inclinación del autor por literaturizar los formatos funcionales: el de las declaraciones judiciales, el de las cartas al director, el de las cartas abiertas («relativamente abiertas», en su caso), el de los currículum de quienes buscan trabajo.
La intención de estos textos es evidentemente paródica, si bien están pensados para lograr propósitos definidos: en la carta al director de El Mercurio, Lira pretende rectificar un cúmulo de informaciones aparecidas en un artículo de Enrique Lafourcade sobre el panorama poético nacional del año 81; en la carta a Raúl Zurita, solicita de éste que le ceda su lugar en un recital a realizarse en el contexto del Segundo Encuentro de Arte Joven (1980); por medio de «Currículum vitae», en tanto, contestaba un aviso clasificado en que se ofrecía empleo en una agencia publicitaria. Por último, el trabajo que da título al libro «Declaración jurada» (1977) es a la vez la narración realista de un malentendido callejero y una forma de ponerse el parche ante las eventuales consecuencias que el episodio podría acarrearle en una época de omnipotencia policial.
Me da la impresión de que lo que resulta emocionante en estos textos es el modo en que se deslizan —por detrás del telón de fondo— las huellas de la vida: la del propio Lira y la del país en general. La cesantía, el agobio, la situación existencial de un tipo que se dedica a la poesía son los subtemas de estos constructos en los que Lira no abandona su permanente labor de bricoleur sobre la materia del lenguaje. Queda a su paso, como un sedimento, una imagen borrosa de la ciudad en la que todos rendimos por entonces nuestros huesos y nuestras energías.
Este sería, en principio, una especie de efecto poético ajeno por completo al que asociamos habitualmente a la lírica. Los textos delatan —por parte del autor— una necesidad que lo acompañó siempre: la de escribir y reescribir como fuera, al margen de las circunstancias pero con notoria atención a ellas. Son textos de emergencia, proyectados y realizados para exorcizar una realidad que siempre parecía ir a contrarritmo de los deseos.
Grecia 907 (1975)
De repente
no voy a aguantar más y emitiré un alarido
un alarido largo de varias horas
previamente habrá que tomar precauciones-
habré electrificado mi balcón
cerrado la puerta con llave
(se me olvidaba que he de instalar una reja
en la ventana del baño)
sembrado mis paredes con amuletos fabricados
en noches de viernes a sábado
de tal manera que los tanques
queden atascados a varios cientos de metros de distancia
los pilotos de los jocker panthers
no puedan controlar sus lúpings y se estrellen
justamente encima de los camiones de soldados
que justamente habrán chocado con los tanques
que estarán atascados en el asfalto
que empezará a derretirse
a los pocos minutos
del alarido que emitiré cuando
no aguante más.
De repente
no voy a aguantar más:
ya no bastará con las pajas mías de cada noche
con los pitos nuestros de cada día
y cuando ya no basten los opiáceos
los sicofármacos
los tranquilizantes mayores o menores
las botellas de vino cerveza pisco o agua mineral.
Previamente
me habré mesado los cabellos y las barbas
las cejas, las axilas, los vellos pubianos
me habré dado largos baños de tina y extensas duchas
y cuando todo eso ya no baste
emitiré un largo y potente alarido.
Entonces
las ventanas del edificio Diego Portales
estallarán en varios miles de pedazos
llorarán las guaguas las monjas las doncellas y los ancianos
los profesores deberán suspender las clases
los teléfonos comunicarán con números equivocados
pero no importará porque nadie podrá hablar por teléfono:
mi alarido impedirá que se escuche
lo que tenga que decir la gente que llame desde Mendoza
desde Arica San Vicente de Tagua Tagua o desde las Antípodas
preguntando qué pasa
qué es ese zumbido extraño
que parece provenir desde Santiago de Chile
Y la gente que pasa por la calle Ahumada
tendrá que correr a refugiarse en los agujeros del Metro
y los niños que cantan en los micros
cantarán más fuerte que nunca
quizá si por primera vez con alegría
al ver que las ventanas
primero se trizan
las trizaduras se extienden por las carrocerías de hojalata
y el techo cae sobre los pasajeros
sin causarles daño alguno y permitiéndoles respirar
pues mi alarido hará que el smog se disipe
es decir se concentre en las oficinas públicas
por donde entrará a través de las ventanas rotas (...)
(fragmento)