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Camino de Santiago
29 septembre 2006

La cosa es al revés

m_Haya_Biereau

Tres familias de imágenes se aúnan en el video que Hernán Dinamarca ha dedicado a la vida y obra de Rodrigo Lira, Topología del pobre topo. Las primeras son imágenes documentales, fotos familiares de la infancia, el registro de una reunión de poetas, la alucinante secuencia de la participación de Lira en el programa Cuánto vale el show, en la primavera de 1981, un mes antes de su muerte. Las segundas son imágenes de la madre y del siquiatra de Lira hablando de su caso desde el presente. Las terceras son imágenes de la flora chilena, de un cuerpo desnudo de mujer frente al mar, que ilustran la lectura de algunos textos del poeta.

Las primeras imágenes son escasas y definitivas. No hay otras, no habrá otras. A pesar del interés y el empeño de Lira en la producción multimedia, el registro documental de sus prestaciones resultó ser mínimo, todo lo cual nos recuerda la pobreza material y el así llamado apagón cultural que campaban en el Chile de cuando Lira, aquél del corazón de la dictadura. Ver Cuánto vale el show veinte años más tarde es una experiencia abrumadora, comenzando por el lenguaje y los gestos del presentador, los jurados y el público adocenado del programa. Convertido para la circunstacia en el suicida Otelo, Lira acepta unos depreciados 2000 pesos que le tiende una jurado «únicamente por la actitud». ¿Qué hacía Lira en esa caverna? ¿Era el suyo un intento desesperado por romper el aislamiento? ¿Un palmo de narices al Miami nacional rampante desde una de sus cocinas? Ambas cosas, probablemente, y lanzar una última botella al charco, y gastar un postrer cartucho en gallinazos.

Las imágenes de la madre y del siquiatra del poeta resultan también elocuentes. Lira era un paciente incorregible, nos dice su siquiatra, tenía un resortito emocional roto. El lenguaje popular se vale de otras metáforas por el estilo para tales casos : un cable pelado, una teja corrida, un tornillo suelto. Lira se defendía: «Advierto que no soy un sicótico», prevenía, «a pesar de las etiquetas, vulgarmente llamadas diagnóstico, que me han aplicado especialistas con las manos esmaltadas en látex. Advierto que ni siquiera soy mucho más neurótico que el promedio de mis contemporáneos. Confieso, eso sí, que a veces tengo que tomarme los sesos a dos manos». La madre, por su parte, cuenta que se moría de vergüenza cuando Lira montaba uno de sus números, pero que se le ha ido pasando con el tiempo y con el reconocimiento que con parsimonia su hijo ha ido recibiendo post mortem.

Las imágenes que ilustran los textos son anecdóticas e inevitablemente arbitrarias. Buganvilias, nubes y espumas del mar de Chile. Aunque quitando tal vez de en medio las innumerables zonas equívocas —la erótica y la estética desde luego (la ausencia de prosodia, se lamentaba Lira), la política y la ética, forzosamente—, cupiera que lo único de veras compartido con Rodrigo Lira fueran la flora y el clima (los arcenegundos de la avenida Grecia, los temibles plátanos orientales de Macul, la polución irremediable, la humedad relativa del aire). La cosa es al revés, como diría Nicanor Parra: Creemos ser un país y la verdad es que somos apenas paisaje.

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