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Camino de Santiago
6 mars 2008

El príncipe y el pobre

 El adolescente díscolo, el terror de las discotecas, ha conseguido ennoblecer su personaje gracias a la fraternidad de las armas y a la asperidad del paisaje.

Enrique

Es difícil determinar cuánto tiene de puesta en escena esta imagen del príncipe Enrique de Windsor en Afganistán. Lo cierto es que, provocado o no, este encuentro se produjo. La imagen muestra, además de la coincidencia improbable entre el príncipe y el pobre, entre un hombre armado y otro desarmado, entre un hombre camuflado y otro descubierto, un cruce imposible de miradas, un triángulo ocular. El joven afgano mira al príncipe-soldado, quien prefiere mirar al burro. El burro, por su parte, no mira a nadie.

Durante las diez semanas que duró el noviciado bélico del príncipe Enrique, a comienzos de 2008, en una región desértica de Afganistán, la noticia de su presencia en suelo afgano se mantuvo bajo embargo por razones de seguridad, lo que resulta atendible. Menos atendibles son, en cambio, las razones que el Gobierno británico invoca ahora para presentar el regreso del príncipe a las Islas Británicas: la noticia de su estadía en la zona se habría hecho pública. Por cierto, el riesgo real en que ha incurrido el príncipe ha sido mínimo si no inexistente y la duración de su permanencia en Afganistán estaba determinada de antemano.

Enrique es el primer miembro de la familia real británica en participar en una operación bélica desde que su tío Andrés ‘combatió’ durante la guerra de las Malvinas, en 1982. A cada generación su guerra. A cada pretendiente su rito de pasaje. El mayor de los jóvenes Windsor, el príncipe Guillermo, vivió el suyo en el sur de Chile haciendo trabajo voluntario, en 2000, y la foto que lo mostraba limpiando letrinas, como si del Mahatma Gandhi se tratase, dio también una breve y veloz vuelta al mundo. Se da la casualidad que la temporada de Guillermo en la Patagonia chilena duró las mismas diez semanas que ha durado la misión de su hermano en Afganistán.

Por su parte, Enrique, el adolescente díscolo, el terror de las discotecas, a una de las cuales llegó alguna vez disfrazado de nazi, ha conseguido ennoblecer su personaje gracias a la fraternidad de las armas y a la asperidad del paisaje. Era un niño mimado y se ha convertido en un hombre sensato. Con una ayudita del fotógrafo, ha cumplido victoriosamente su rito de pasaje. La presencia del joven afgano, con toda su carga de alteridad, está ahí para confirmarlo.

Parece claro, así, que la puesta en circulación de la imagen y de la manera cómo ésta debe ser vista ha sido perfectamente orquestada por el Gobierno y la Corona británica. El objetivo de la operación está contenido en su resultado, en esta foto. Y la prensa lo ha entendido así. El Reino Unido tiene probablemente el mejor y el peor periodismo del mundo. Es, al mismo tiempo, la cuna del periodismo como espacio público de diálogo democrático, y del periodismo como cacareo, como sucedáneo del papel confort.

Nick Davies, en su reciente libro Fat Earth News, señala que en las redacciones, por imperativos económicos y por apoltronamiento (a lo que apunta el título del libro), los periodistas funcionaríamos cada vez más como meras cajas de resonancia de los poderes en plaza, los que aplican el altoparlante o la sordina en función de sus incontenibles necesidades. Davies funda su crítica en el hecho que una buena parte de la información de los diarios proviene de despachos de relaciones públicas. Los periodistas, compelidos a llenar espacios crecientes en un tiempo decreciente, en lugar de filtrar la propaganda, la multiplicaríamos.

No es sólo el caso de Gran Bretaña, desde luego. Al menos, para alguno de sus defensores, la prensa británica es ‘independiente, irreverente, entretenida, a menudo divertida y, gracias a Dios, entrometida’.

Y por casa, ¿cómo andamos? ¿Qué foto necesitan mostrar los ‘príncipes’ patricios? Parece claro que no precisan ir a darse una vuelta a Palena o a Visviri y sacarse fotos con un burro para pretender al sillón de O’Higgins. Tal vez les baste con no alejarse mucho de La Moneda.

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