El calígrafo
Estando yo en Bodrum, en la costa turca, mi amigo S me preguntó si iríamos a Estambul. Le dije que no, porque estaba leyendo un libro sobre Estambul. En verdad no le dije que no iría porque estaba leyendo esa novela, pero casi. Nos llevamos las manos a la cabeza, pero tal vez la respuesta diga algo sobre el por qué de los libros, de las novelas cuando menos. Que serán un sucedáneo de la realidad. O su complemento.
Me acordaba de esto leyendo un relato de Jordá sobre un viejo calígrafo istambulí, el señor Keskioglú, uno de los escasos turcos que no llevan bigote ni se llaman Osmán, quien le muestra la ciudad, le vende unas miniaturas eróticas y le cuenta que cuando gane la lotería dejará el negocio en manos de su hijo y se comprará una isla.
De niños aceptamos que los libros nos lleven allí donde queremos ir. De viejos, allí donde ya no queremos ir. (Ryanair es un buen negocio gracias a los adultos. Y de hecho, en el futuro propondrá vuelos sin niños, por los que habrá que pagar un suplemento). Nunca he estado en Estambul, pero he leído a Pamuk y a Jordá, y a través de éste a Pierre Loti. Como el amigo del señor Keskioglú, ya sólo viajo para sentarme en una terraza y sentir que no tengo necesidad de ir a ningun otro sitio, que no quiero moverme de allí por nada del mundo.
Retrato de Pierre Loti, por Henri Rousseau