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Camino de Santiago
8 décembre 2013

El avión de la Sabena

El cine y el sueño van de la mano. Acomodarse en la oscuridad de un lugar apacible y dejarse llevar por unas imágenes que combinan lo  nuevo y lo consabido de manera inesperada..., no debe de haber nada más parecido al sueño que el cine. Así las cosas, que entre dos escenas mi tío descabece un sueñecito no tiene nada de raro. Hablando de esto recordé aquí días atrás a nuestra amiga A en el cine de mi pueblo y al niño del avión de la Sabena.

A es una sobreviviente del genocidio ruandés. Lo que vivió en Ruanda no es de contarlo, por inverosímil. Lo cierto es que a poco de encontrar refugio en Bélgica, la invitamos un domingo por la tarde al cine. Escogimos una película familiar y el cine al que fuimos era el último en conservar la modalidad antigua del entreacto entre las sinopsis y la película, entreacto que aprovechaba el acomodador para vender golosinas circulando por la sala con una bandeja colgada al cuello. Era invierno, como ahora, hacía mucho frío fuera y un agradable calorcillo reinaba en la sala, calorcillo reforzado por los abrigos que los espectadores acomodábamos en los regazos. En cuanto apagaron las luces y aparecieron las primeras imágenes en la pantalla, nuestra A se durmió como una bendita. Despertó en el entreacto al paso del vendedor de golosinas e inició el movimiento de levantarse del asiento y ponerse el abrigo. Nos miró entonces y, para agradecernos la invitación, con los ojos pesados de sueño, exclamó: ¡Pero qué película más hermosa!

El recuerdo del niño data del mismo periodo, mediados de los años noventa. El avión de la Sabena, ese pájaro blanco inmaculado posado sobre el pavimento sucio del aeropuerto de Luanda, embarcó a los pasajeros en los rangos de asientos laterales. Los rangos centrales estaban reservados para un centenar de niños heridos de guerra que una ONG alemana traía a curar a Europa. Venían del interior de ese enorme país, por lo que el viaje de esos niños había comenzado mucho antes de abordar el avión de la Sabena. En cuanto estuvieron instalados en sus asientos, el avión decoló y el pequeño que estaba sentado cerca de mí, separado sólo por el pasillo, se durmió en seguida profundamente. A poco andar, las pantallas del avión comenzaron a mostrar una película, Jumanji. En un momento de ésta, unos niños abren un baúl y, por arte de birlibirloque, ese baúl desata unas inundaciones tempestuosas que de pronto se revierten y la fuerza del agua arrastra hacia el baúl todo lo que arrambla a su paso, árboles, casas, animales y seres humanos. Unas imágenes propiamente alucinantes. Pues bien, fue ese momento el que el niño angoleño, mi vecino de asiento, escogió para abrir los ojos. Y los abrió bien grandes cuando vio lo que veía, esa tragadera tremenda. Mirándolo, pensé que, siendo como era un niño venido del interior de un pobrísimo país en guerra, esas eran tal vez las primeras imágenes animadas que veía en una pantalla. El niño mantuvo los ojos muy abiertos durante unos segundos, asombrado de ver al mundo desaparecer dentro de un baúl, de a poco fue dejando que los  ojos se cerraran y ya no volvió a abrirlos hasta Zaventem.

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