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Camino de Santiago
19 octobre 2014

La mar estaba serena

Diario de Córcega

La isla donde me fui a leer Así empieza lo malo es un continente por donde se la mire. Un mundo entero, con sus montes y sus pueblos, y así desde la prehistoria, o antes. Los corsos hacen abundante uso de sus formas, de la isla y de su bandera. Baste oírles hablar, y con qué orgullo contenido, du continent, sin embargo, para ver que se trata de un apego paradójicoLo cierto es que en el continente los bonos de Córcega andan por las nubes, según en qué materias. Los franceses pueden elegir qué indicación regional quieren ver en la matrícula de sus automóviles, y son muchos los que, sin ser corsos, eligen el emblema de la isla. Porque trae buena suerte y acojona a los rivales.

Como Napoleón, que comenzó su andadura en Córcega y la acabó en Santa Elena. Subimos al avión en el lugar donde el corso perdió la batalla, hace dos siglos -conmemoraciones a la vista-, con música de Beethoven y de ABBA, y bajamos en el sitio donde nació, o en el pueblo de al lado. Desde el aeropuerto belga vimos al león de Waterloo y desde el corso al de Rocappina.  Y a la hora en que volamos, exactamente, el exprimer ministro francés Lionel Jospin presentaba en mi pueblo su libro llamado Le mal napoléonien.

Y mientras tanto, a mi tío dale con recordarme que cuando niño me vistió de Napoleón y me subió a un escenario a cantar lo siguiente: Yo soy Napoleón, Napoleón. ¿Por qué reís, por qué reís? ¿Dudáis acaso de que soy yo Napoleón? Ya admiraréis de mi brazo el empuje atronador. ¿Por qué reís, dudáis, repito, de que soy yo Napoleón?

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La forma de la isla vista desde el interior de una cueva en Bonifacio

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Si Dios soltase a una banda de macacos en el sur de Córcega, seguro que escogían para vivir el sitio de Filitosa. Aquel montículo, ese paraje. Desde donde, cuentan los arquéologos, los primeros corsos presenciaron la invasiòn de la isla y erigieron menhires con la imagen del jefe de los invasores -la cara de emoticón, los atributos sexuales a la base, y la espada a la espalda, faltaría más- para fijar su poder, atraparlo y apropiárselo. Cuando los invasores se hiceron con Filitosa, el jefe se encontró con el problema de decidir qué hacer con su propio santuario levantado por el enemigo. Tomó entonces una decisión: le quitó la cabeza a su efigie, la reformateó y se la volvió a poner. 

Lo que recuerda la técnica ésa de los romanos de levantar las estatuas de los mandamases atrornillando la cabeza, para poder quitarla sin destruir la estatua cuando había que remplazar al mandamás por el siguiente. 

Pregunta para el arquéologo: cuántas Filitosas han desaparecido bajo la pica de los emprendedores o quedado simplemente cubiertas por la capa de tierra que año a año echa la propia tierra sobre sí misma, diez centímetros por siglo. Ni tantas, ni tan pocas.

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En el borde sur, Córcega cambia de carácter, y de granítica se convierte en calcárea. Y los acantilados sobre los que se asienta Bonifacio, desde donde Córcega mira a Cerdeña, son blancos. Bonifacio, ciudad cortomaltesca, imán para piratas. La leyenda cuenta que para tomarla, allá por 1420, los impetuosos soldados del rey de Aragón cavaron en el acantilado en una noche una escala de 190 peldaños. Puede ser. O bien fueron los pacientes frailes franciscanos quienes lo hicieron, para llegar a una fuente de agua dulce al borde del mar. 

Mucho después, en 1855, una tormenta lanzó contra las rocas de la isla Lavezzi, frente a Bonifacio, a la goleta La Sémillante -La Alegre-, que había zarpado la noche anterior desde Marsella llevando 700 hombres y un cargamento de pólvora a la guerra de Crimea, esa península putinesca, como cuenta Alphonse Daudet en sus Cartas de mi molino.

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Desde el mirador se ven hileras de montes, verdes, azules, y en ellos la forma de los pueblos, unos desparramados, como estrellas, otros recogidos, como ovejas. Y por todos lados el maquis corso, bajo y espeso, y las formas inconstantes de las rocas, como si fueran nubes: un simio se agacha a beber y se transforma en perro, una tortuga levanta el hocico y parece dinosaurio, un bestiario de piedra en movimiento.

Al lado, los vecinos, cuyos gestos o ruidos uno sigue instintivamente por si acaso se les fuese la olla. Y no. Son unos viejecillos que vuelven de prisa a su casa para no perderse el concurso de la tele, frente a la que se sientan como niños obedientes.

Por el horizonte se aleja el ferry que vuelve al continente. Por esa mar que cabría mirar con malos ojos porque se ha ido convirtiendo en una frontera mortífera. Pero no, para qué.

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