La mano muerta
Trasiego de niños disfrazados de inocentes monstruos. Recuerdan otros halloweenes, las jugarretas y ritos de iniciación macabros, esos sí, de los estudiantes de medicina. Rolando Toro —aprendiz de galeno en Concepción— se robaba un brazo del muerto en las autopsias, se lo ponía en la manga de la camisa y saludaba con esa mano muerta a quienes le presentaban.
Como en el juego de la mano muerta, en el que te arriesgabas que te dieran un cachuchazo.
Toro, a cuya escuela de biodanza concurría Lira mucho años después, era amigo del joven Jodorowsky, otro que bien bailaba. Subido al tejado de una casona de la calle Lira en Santiago de Chile, Jodo observaba a los locos de una casa de orates vecina vestido con una capa roja para impresionar a los orates tanto como estos impresionaban al titiritero, al psicomago en ciernes. En los conventillos de Matucana, allá por donde su padre tenía su negocio de calcetines, contaba Jodo, a las viejas taciturnas les salían escamas en los ojos de tanto sustraerlos a la luz.
El joven Jodo se inventaba estas historias entre dos lecturas de sus escritores favoritos, Borges y Kafka, a quienes por entonces aún no leía casi nadie. De Borges decía Jodo que era un edipo aferrado a las faldas de su madre, un masturbador compulsivo.
Lo cuenta Jorge Edwards en sus memorias, Circulos morados. Edwards se piñerizó durante la campaña presidencial de 2010 y el electo Piñera lo recompensó con la embajada en París durante su ridículo mandato. Para quien se contente con el costumbrismo y el anecdotario, como mi tío, sus memorias son un festival.
Jodorowsky