El fantástico show de la vida
Y al tercer día de su estadía en Chile le ocurre a Pepe una experiencia pasmosa: se encuentra ante un televisor encendido y no tiene coraje para huir. El aparato emite el noticiero del canal católico, que enhebra la presentación de una seguidilla de descorazonadores dramas domésticos. Ha muerto un niño de escasos años y la cámara se detiene largamente en la expresión de su madre, registrando cada uno de sus dolidos gestos y cada una de sus tristes palabras. Luego sigue con su tía y su vecina y así hasta la nausea. La nausea de Pepe, se entiende, el entrevistador y la presentadora sobrellevan el mal momento con acabada naturalidad. Después es el turno de unos accidentados, y luego el de unos desgraciados, y luego el de unos muchachos asaltados por unos carabineros, y suma y sigue.
Brindar el dolor humano en espectáculo a lo largo de días y semanas y meses provoca ciertamente estragos en el ánimo de la tribu, estragos que el acostumbramiento disfraza de indiferencia. Pepe recuerda haber visto en Brasil unos noticieros igualmente escalofriantes, llamados “El fantástico show de la vida”, en los que la exposición de los dramas de la gente violentada era amenizada por las actuaciones de artistas de variedades. En el noticiero del canal católico, la retahíla de dramas domésticos se ve interrumpida por la irrupción de la imagen sedante de un añoso señor comentarista deportivo, un señor de toda la vida, quien va explicando con entera parsimonia los invariables resultados deportivos del fin de semana.
Para recuperarse de la experiencia catódica, Pepe lleva a pasear a sus sobrinos nietos a la playa. Aquella “extensión de tierra que las olas bañan y desocupan alternativamente hasta donde llegan en las altas mareas”, como la define Andrés Bello en el Código Civil, título de los bienes nacionales, está atestada de gente semidesnuda, decorada de banderolas que publicitan coloridos productos de consumo oral y zumbada desde el cielo por una avioneta que avienta a manera de cola una larga banderola que invita a la gente semidesnuda a dirigirse después de la playa al “mall”.
Los sobrinos nietos de Pepe quieren montarse en el castillo inflable cuyo dependiente es un niño no mucho mayor que ellos (tendrá doce años) quien informa con precisión contable que la tarifa es de 500 pesos por cada diez minutos, tiempo que controla con su reloj pulsera. No se ven inspectores de la Organización Internacional del Trabajo que pongan el grito en el cielo (a la altura de la avioneta) porque un niño esté trabajando un domingo de febrero.
Mientras los niños brincan sobre el colorido plástico, el niño trabajador le cede a Pepe su colorida silla y un colorido ejemplar del periódico del día. Para su mayor pasmo, en las páginas del diario Pepe ve desfilar los mismos dramas domésticos y las calamidades locales que vio pasar la víspera por la pantalla del televisor.
Por fortuna, Pepe se da contra la columna de un escritor más bien joven pero con aspecto de añoso señor quien expone con fundada profundidad y maestría expresiva su experiencia de la soledad. Pepe suele leer esa crónica en sus lejanos domingos solitarios. Ahora descubre que le han bastado tres días en Chile para leerla en su envoltorio colorido, rodeada de la barahúnda dramática, del griterío de los productos de consumo oral y de las lustrosas rabadillas de las vedettes. Visto desde la avioneta, Chile presenta un adusto paisaje sometido a estrés hídrico y cromático. Allí donde está la gente, en cambio, el paisaje se pone colorido. El niño trabajador lo llamaría “coloriento”.
La Nación de Santiago de Chile, 22 de febrero de 2006