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Camino de Santiago
7 février 2007

Malos durmientes

Quién dijo “aquí viene la aurora de rosados dedos”, si acá, en este pedazo de Santiago, la luz que se cuela por el ventanal es verdosa, anterior al sol.

treile

Marcelo Maturana

El verano me parece ancho y ajeno, y el mundo, ya está claro, es largo y ardiente como Valparaíso, cuyos viejos edificios ahora quemados deberían reconstruirse a la pata del ladrillo, y por dentro con fuentes y flores. De la internet, fuego frío, tan sólo aprecio poder mantener una emocionada electrocharla (la otra palabra, la usual, me suena a hospital y desechos), espontánea en su génesis, con una hija que anda en Bolivia, hermano país de cuyas tierras más altas provenía, hace ciento y más años, uno de mis bisabuelos, médico que estudió en Chile y que, de vuelta en La Paz, fue envenenado con resultado de muerte en un banquete de las también altas esferas. Al menos eso dicen.

Aprecio también intercambiar disparos de bengala mediante e-pístolas con un dilecto amigo que vive en tierras bajas, en Bélgica, y al que le decía muy temprano (hora de Santiago), el domingo pasado, que sin duda estarás desayunando, o lo habrás hecho ya, mientras yo, desvelado por una noche larga y fantasmíplena, madrugo a pesar de mí mismo y tan desorientado que evito el reflejo de la imagen propia en toda superficie pulida, más que sea un plato sin migas todavía. Ya sabes, noches hay meditativas en que el esquivo sueño cede su lugar o su transcurso a autoinducidas revelaciones de mal pronóstico sobre la circunstancia presente, certezas horrendas cuyas raíces beben del pasado, y eso se hace tremendamente claro en la tiniebla de la noche, máxime si oyes a alguien que por los pasillos arrastra sus pies hacia las catacumbas de la casa, esos infiernillos que casi nunca en una película aparecen, y que más tarde quedan sonando como un eco fisiológico de la casa misma, madera, cemento, vidrio y metal. El cuerpo de uno, mientras tanto, lucha contra sí mismo en la inmóvil pataleta insomne.

En fin, quién dijo “aquí viene la aurora de rosados dedos”, si acá, en este pedazo de Santiago, la luz que se cuela por el ventanal es verdosa, anterior al sol. Oigo a unos queltehues que son tataranietos, o más, de aquellos que oí en la adolescencia segunda, cuando esta casa era nueva y un señor Allende recibía a otro que decía que alguna cosa debía hacerse “por la moral, por la moral, por la moral, por la razón, por la razón, por la razón”, mientras el que esto iba a escribir se dormía en unos pastos creo que de la Universidad Técnica de entonces, a media tarde de esa primavera del 71, sin sacarse el uniforme secundario, incapaz de comprender nada, ni grande ni pequeño, aturdido de antemano por un sopor apolítico, insensible también a los aspavientos del amor, sentimiento revelado como “esa mentira / de la que juré ser cómplice un día”, según está escrito.

Y ahora vienen estas pesadillas en que el individuo se hace el leso ante el englobamiento calórico, ensoñaciones en que percibe con los oídos el veloz envejecimiento propio y de sus seres queridos, y en que se pregunta si sus nietos, si acaso los ha de tener un día, vivo o ya muerto, verán un mundo sin animales tridimensionales u orgánicos. En esta misma página, hace poco, alguien que andaba Camino de Santiago explicaba al revés y al derecho la expresión pictórica “el sueño de la razón produce monstruos”. Ése es mi amigo de Bélgica, que en estos días alcanza la noche cuatro horas antes que nosotros. Un ciego famoso habló de la alta noche en que cosas hay que son inevitables, cosas como sinuosidades de un intelecto -el suyo- que se permitía narrar una realidad atroz o banal, en la unánime noche, en una ruina circular, pero si tú, amigo, puedes todavía ver, ya sabrás que la noche de los malos durmientes no es alta sino tan baja como los techos de un subterráneo, un cielorraso erizado de pelados cables de alto riesgo, eso sí, y baja resistencia a los impulsos del horror. Un horror como decir, por ejemplo, que la noche no está estrellada, que los esfuerzos de la persona humana por echar a andar ferrocarriles como barcos a escala humana, y cada paso un madero, parecen inútiles, y que tengo en la barba inmerecidas canas.

El dibujo es de Vanessa Brown  ©

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