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Camino de Santiago
24 juin 2007

El mono en la botella

La venganza de los animales será divina.

An_s_del_mono

Marcelo Maturana

El último astronauta, antes de abordar la nave para regresar a casa, arroja sobre el suelo arenoso del planeta recién descubierto o quizás ya explorado una botella de Coca-Cola no del todo vacía, y, mientras el cohete (ah, qué palabra anticuada) se eleva, en el escaso líquido negro que persiste en el fondo de la botella, y cuya fórmula nos produce escalofríos, empiezan a agitarse unos corpúsculos, como por animación espontánea (pero no, es la música, ese “bolero” calenturiento que compuso Ravel), y luego como que bailan allí unos animalículos, invertebrados y sin patas, pero al siguiente tatatán ya las tienen y son como lagartijas y ranas de alucinante factura, y, mientras nuestros dedos tamborilean en las butacas cada vez con mayor frenesí, emergen de la botella unos primos del cocodrilo a cada paso de mayor tamaño, pre- y postdinosaurios que a su vez echan pelo y exhiben, a medida que van caminando en una fila ya heterogénea que se desplaza y extiende, pelos y garras y ubres y colmillos y pezuñas de mamíferos, y, mientras la música de Ravel trepa sobre sí misma hasta el paroxismo (semejante a ese dulce proceso íntimo que ya sabemos), el amplio territorio antes vacío se puebla de animales de todo tamaño y especie, como si todo esto, vitalidad y procreación sucesiva, no pudiera tener un final. Pero toda música es transcurso del tiempo: para ser recordada, tiene que acabar.

Alguno recordará las ingeniosas imágenes de esta película, sin duda, donde el dibujo y las músicas se unían, y habrá sonreído intelectualmente al ver su tragicómica, explosiva, culminación que era, acaso, una forma premonitoria de aquella otra escena final de “El planeta de los simios”, con la estatua famosa oxidándose y una doctora muy mona que quedó para adentro. Variaciones de un eterno retorno imaginado en que los hombres buscan, una y otra vez, destruirse físicamente (hay tantas maneras posibles), hasta quedar la especie humana como la mona o su chaleco. En el filme animado “Allegro non troppo”, o mejor dicho en uno de sus episodios (el del Bolero de Ravel), el humano que en el más elaborado estadio de la evolución se pone a jugar con bombas atómicas es un simio disfrazado, como si el homo sapiens quisiera adjudicarles a sus parientes menos razonantes toda la mala onda calórica de la hecatombe. Como en un espejo, pero un espejo parcial, nos miramos en los animales. O en sus imágenes, pues los animales de verdad van dejando lugar a sus íconos. ¿Daría usted su vida por una ballena azul de carne y huesos? ¿Por un tigre de Bengala? ¿Por el último elefante sobre la tierra?

Tal vez se jugaría la vida por la última botella de Coca-Cola (llena) en un planeta árido y calcinante, no sólo para que se le pase la sed y le pique la lengua, sino porque esa botella curvilínea y ojalá fría le parecerá espantosamente humana, una bomba atómica de nostalgia. Tranquilo, ese planeta inhóspito es la tierra misma. ¿Tierra? Lo que nos tranquiliza son las ciudades, el cemento bajo el cual la verdadera tierra duerme un sueño injusto, y los animales nos hablan ahora con nuestras propias voces digitalizadas. Según una leyenda erotizada y cruel, un cazador (de los que iban con arco y flechas por los bosques de Grecia y Asia Menor) llamado Acteón tuvo la mala, involuntaria ocurrencia de sorprender a la diosa de esos bosques, la virginal Artemisa (a.k.a. Diana, en latín), bañándose desnuda en una gruta. La intolerable belleza de la diosa provocó la huida del cazador, pero el vengativo hechizo de Artemisa iba haciendo su efecto a medida que, sin bolero de Ravel y sí con angustiados gritos a sus compañeros, Acteón corría: sus piernas se iban transformando en las de un ciervo, su voz se ahogaba en resoplidos, su cabellera se tornaba cornamenta, y pronto sus perros de caza lo despedazaron. No era una evolución sino un “regreso”, una metamorfosis de castigo por contemplar a una diosa de tú a tú.

Los dioses no existen, por así decirlo, y el Dios único de los monoteístas -ojo, mis amigos- mucho menos (ése sí que no). Los hombres, aburridos de inventarlo, tratan ahora de manipular ellos mismos las formas de la Naturaleza. Es la Cultura, dicen, y en ella los animales caben sólo como símbolos. Ahí vamos endiosando al símbolo del mono, eso es “monoteísmo”: el hombre se disfraza de mono, para complicarles la vida a sus hermanos, y en más o menos mala. Los verdaderos animales selváticos se van a extinguir por causas principalmente humanas. Su venganza será divina, o sea, será la transformación del homo oligosapiens (que será el “monohabitante” de la Tierra) en, digo yo, carne comestible o carne de cañón de sí mismo, por quítame allá esas aguas. Más que “el lobo del hombre”, seremos el lobo del ciervo humano, mordidos por el espejo. O la loba, pero no la de Roma, que nos dio de mamar.

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