El triángulo
La rivalidad entre Jung y Freud —el discípulo que aspira a adquirir los atributos del maestro y el maestro que los cede con parsimonia— los mueve a distanciarse y se resuelve en su caso en esta cuestión: cuál de los dos se muestra más o menos neurótico.
El niñato suizo —rico, ario, luterano— que busca llevar hacia paisajes metafísicos, heredados del romanticismo alemán, la terapia freudiana y resolver en sus propias carnes el cambalache entre norma y pulsión. O el viejo judío vienés que, tras haber enfocado con su linterna la sexualidad de la burguesía centroeuropea, dedica sus últimas fuerzas a defenderse de lo que vendrá. Y lo que vendrá, como se recordará, no es poco.
El encuentro y el posterior desencuentro entre las dos figuras mayores del psicoanálisis (de la cura por la palabra, The Talking Cure, según la feliz denominación de la obra teatral en que se apoya el filme de Cronenberg al que me refiero, Un método peligroso) cobra cuerpo bajo la forma de la joven Sabina Spielrein, a quien Jung cura de la histeria y encamina hacia su propia conversión en terapeuta.
La rivalidad mimética alcanza en este triángulo una cota sublime —como se debe, teniendo en cuenta a sus protagonistas. Jung y Spielrein se convierten en amantes, contraviniendo el abecé de la terapia analítica. Cuando Jung decide romper con ella, Spielrein responde buscando el alero de Freud. La respuesta del vienés a esta solicitud resulta ejemplar. Se puede entonces ser claro sin dejar de ser generoso —con los demás, consigo mismo—, sin siquiera dejar de ser afable.
La civilización, de haber existido alguna vez, se mudó de Viena a Londres. Está por verse si sobrevivió a la última gran Guerra.