Depardieu, la leyenda
Cuenta la leyenda que un domingo Gérard Depardieu quería comer langosta, por lo que bajó a la pescadería de su barrio parisino y, como no la había, compró la pescadería.
De lo que se desprende que Depardieu es un emprendedor.
Cuenta otra leyenda que un día Depardieu volvía de Dublín (o iba, sobre ese punto las leyendas divergen) en un avión de línea. El avión estaba a punto de decolar y Gégé (así lo llamamos sus seguidores) quiso ir al baño. Como la azafata lo conminó a volver a sentarse, Depardieu extrajo el petit Obelix y meó sobre la moqueta. Sus amigos refutan esta versión y observan que Gégé tuvo la precaución de mear en una botella. Que la botella rebalsase prueba tanto sus ganas de ir al baño como el hecho de que la estrella esa día no llevaba pañales.
Cuenta otra leyenda que cuando Depardieu se pasea por París en scooter lo hace en profundo estado de sobriedad y nunca golpea a los conductores con los que interactúa.
Circulan otras leyendas sobre la vida de Depardieu intramuros, sobre su vida familiar, o sea, pero son todas mentiras peludas. Mejores son las leyendas venidas de Oriente, como ésa que dice que Gérard es copain-copain con el dictador checheno y con el dictador uzbeko. Con la hija de éste último, sin ir más lejos, Depardieu pergeñó esta obra capital del arte recitativo (Atención al síndrome de Stendhal).
En fin, la última leyenda, de hoy mismo, dice que si Depardieu vende su casa de París y se ha comprado otra en el pueblo belga de Néchin, que si amenaza con devolver el pasaporte francés y comprar a cambio un carnet de identidad belga (hoy han subido justamente de precio, de 15 a 18 euros, en la vivienda del pobre la casa siempre es enorme), no es por la pela sino por el amor casi físico que Depardieu siente por Sarkozy y la correspondiente repugnancia, física y metafísica, que experimenta por Hollande.
Por mi parte, sigo creyendo que se hace belga por puro afán de protagonismo. Para salir en los chistes.