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Camino de Santiago
8 décembre 2016

Juan de Pareja recorre Roma con su retrato

En el epílogo de su libro sobre Juan de Pareja, Elizabeth Borton de Treviño sintetiza en unas cuantas líneas lo que se sabe fehacientemente de él y se disculpa por haber tenido que inventarse el resto en la novela que concluye.

Moro andaluz, Pareja fue parte de una herencia recibida por Velázquez en tanto que esclavo y se convirtió en ayudante y probable confidente del maestro sevillano, a pesar de la parquedad proverbial de éste. Acompañó a Velázquez a Italia, y fue en Roma donde éste pintó su retrato por los días en que se preparaba para retratar al papa Inocencio X. De regreso a Madrid, Pareja trabajó junto a Murillo, quien pasó tres años en la capital del reino como aprendiz en el taller de Velázquez, fue liberado de su condición de esclavo y terminó sus días trabajando como pintor.

Retrato_de_Juan_Pareja,_by_Diego_Velázquez-2

La más lograda de las situaciones descritas en el libro de Borton es la del retrato de Pareja. Velázquez se hiere la mano derecha durante una tormenta en el mar rumbo a Italia y, cuando recibe el encargo de pintar al papa, atraviesa un mal momento. Sensible a la animadversión que su presencia despierta en los círculos romanos, Velázquez duda en cuanto a la manera de asumir el encargo papal. Para recuperar la mano, decide pintar el retrato de Pareja, quien posa con la misma ropa que llevaba a diario, a la que Velázquez agrega una valona con encajes de Flandes de su propiedad. Hasta aquí, todo esto consta en la fuente principal sobre la pintura del Siglo de Oro español, la obra de Antonio Palomino. 

A partir de estos datos, Borton imagina a Pareja presentándose junto a su retrato en las casas de los notables romanos. El efecto logrado por la pintura descubierta junto al modelo al natural hace que los ricachones romanos se traguen su orgullo y acudan a pedirle al español que los retrate junto a sus familias, lo que permite a Velázquez asumir en mejores condiciones el trabajo de pintar al papa.

Por cierto, Bolton no tiene para qué excusarse por inventar a la hora de escribir una novela histórica. Como tampoco tenía para qué endulzar la historia al punto que lo hace. Aparte la peste que mata y la mar que marea, las fuerzas del bien son imparables en su libro. El único que desentona un poco es el conde-duque de Olivares, un chulazo en la corte de Felipe IV.

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