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Camino de Santiago
21 mai 2021

Olor a piña y a tortillas de rescoldo

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Hay dos historias trenzadas en El sueño de la historia, de Jorge Edwards. La de Joaquín Toesca, arquitecto romano que a fines del XVIII, en tiempos de la Colonia, construyó la actual casa de Gobierno en Chile, la famosa Moneda, la misma que bombardeó Pinochet en 1973, y su mujer, la bella Manuelita Fernández.  

Y la historia de Ignacio, historiador que regresa a Chile en la fase final de la dictadura tras un exilio en Europa provocado precisamente por el golpe de Pinochet, y de su familia, su mujer, su padre, don Ignacio, y su hijo, Ignacito, Nachito.

La historia de Toesca se cuenta sola, mientras que la historia de Ignacio se cuenta a la moda del boom, en una especie de bucle retórico. En cualquier caso, hay algo en los protagonistas que los hace creíbles, al menos para mí: si dicen que van a hacer una cosa acaban haciendo la contraria. 

Me gustó más la historia de Toesca y la composición espacial del Santiago colonial que el libro dibuja, lo que no quiere decir que la historia del historiador me interesara menos sino que la conozco mejor. Me interesó también, cómo no, el lenguaje acriollado que Edwards pone en boca de sus personajes, lenguaje que «cumple la misma función que los porotos granados y los choros zapatos» para el amigo momio de Ignacio, el Cachalote Alcócer. Es curiosa y elocuente esa relación entre el habla y la comida: al escuchar hablar al joven chileno Vicente Pérez Rosales en París, un ilustre exiliado español diría que sus palabras tenían olor a piña. Las de la bella Manuelita tenían olor a tortillas de rescoldo, aventura el autor. Tanto así que en boca de la Manuelita «azúcar» es «azuquítar».

Hay también en este libro observaciones que tienen algo de intemporal o, al menos, que valen para los tres periodos comprendidos: el de Toesca, el de Ignacio y el del lector. Pongo algunas sin entrar en mayores explicaciones, porque huelgan: «Todo lo arreglaban en la provincia chilena con un alambrito. Y después, cuando se producía el derrumbe, quedaban de lo más sorprendidos». Por su parte, Toesca «pronto comprobó que sus interlocutores criollos al cabo de poco rato dejaban de atender a las historias del resto del mundo, y sólo se interesaban en habladurías de portones adentro, en chismes y pelambres locales».

En la invitación a una fiesta convocada por los hermanos Carrera, patriotas revenidos, en 1811, en los años del levantamiento de los criollos contra la Corona, se pedía que «las señoras principales, sus mercedes, fueran vestidas a la usanza araucana». A este respecto, y a otros, «los republicanos de Chile (del Chile de comienzos del XIX) ya comenzaban a sentir vergüenza por todo». 

También a propósito de los Carrera, se pregunta el historiador si la revolución y la jerigonza tienen que ir siempre de la mano. «¿Qué dices tú, Cristina?». E imagina una respuesta rabiosa de parte de su mujer, comunista simpatizante. Yo creo que no hay que esperar respuesta porque, como dicen los franceses, que de revoluciones y jerigonzas saben un tocho, «poser la question c'est y répondre».

Para volver a Pinochet —del que nunca se sale, como del horroroso Chile, que decía Enrique Lihn—, Nachito, el hijo de Ignacio y nieto de don Ignacio, después de pasar por la cárcel por manifestarse contra la dictadura escapa a Brasil, de donde vuelve convertido en un exitoso empresario vestido de verde y tocado por un sombrero de color lúcuma. La duda planea, sin embargo, en cuanto a sus actividades en el extranjero, porque si lo piensas dos veces el atentado que a punto estuvo de costarle la vida a Pinochet en septiembre de 1986 no se organizó solo. Después de todo, el muchacho se llama Nacho y «nacho» es uno de los nombres que el habla criolla da a los comunistas.

RejalaMoneda

PS/ No dejan de haber erratillas aquí y allá, en mi edición al menos (Tusquets, 2000). Si alguien quiere corregirlas, razón aquí.

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