Mi abuelo era paralítico. Una vez le pidieron que contase una historia sobre su maestro. El se puso a contar cómo el santo Baal Schem acostumbraba a saltar y a bailar cuando rezaba. Al contar la historia, mi abuelo se puso de pie, la narración lo arrebató sobremanera y, sin darse cuenta, se puso a saltar y bailar como hacía su maestro. Así fue como se curó de la parálisis. Y así es como se cuenta una historia.
Los años se suceden y no siempre son iguales y así es como hoy se cumplen 68 años del nacimiento de Rodrigo Lira y 36 de su muerte. Treinta y seis en francés coloquial quiere decir «ene», cualquier cantidad.
Este 2017 ha traído la novedad de la publicación de una biografía de Lira, escrita por Roberto Careaga. Lira no escribía propiamente libros sino textos con formato variable en función de la circunstancia. Pero es comprensible que para dar a conocer su obra y su vida el libro pase a ser el formato socorrido.
Sobre Lira también se escriben textos académicos, sesudos engrudos que a veces incluso resultan ser plagios de textos académicos anteriores.
Lira se burlaba de los formatólogos y demás cuadrilla de impostados loros, caterva que incluye naturalemente a los plagiarios, quienes se pliegan al formato de la peor de las maneras, reproduciéndolo acríticamente para obtener una mera ventaja instrumental.
Este texto poco conocido de Lira, de 1979 ó 1980, publicado en La Bicicleta, va por esa vía y se llama justamente LA VÍA UNIVERSITARIA PARA RESOLVER LOS PROBLEMAS.
En el Sacrificio de Isaac, tal como lo pintó Carabacho, puede verse que el hijo resiste a la mano de Abraham, su padre o, al menos, no muestra la proverbial aceptación del relato bíblico.
Sobre la base de esa imagen, el protagonista de El hijo de José, la película de Eugène Green, imagina una transgresión radical que consiste en invertir los papeles y poner al hijo a levantar la mano contra el padre. Como Abraham, el joven protagonista acepta acercarse al abismo y, al hacerlo, pone a Dios de su parte.
Otras referencias puntúan el relato. El Cristo muerto de Philippe de Champaigne, de 1654, en cuya posición, más o menos, el protagonista descubre la cretinez de su padre.
Y el San José carpintero, de de La Tour, de 1642. «José no es el padre de Jesús», le dice frente a esta tela el protagonista al padre sustituto que se ha echado. «Sí —responde éste—. Es por su hijo que José se convierte en padre».
Todas las referencias de este Hijo de José, como se ve, de la intención refinada y ornamentada del autor a la prosodia de los actores, vienen del barroco. El resultado es desigual y, según quien lo mire, lo sublime —la belleza de la madre del protagonista, el esfuerzo empresarial del muchacho que se mata a pajas para vender su semen en internet— puede codearse con lo ridículo, como un paseo en burro por una playa normanda.
No hay más películas sobre Van Gogh que cuadros de Van Gogh, pero las habrá. Anoche volví a ver el Van Gogh de Pialat y qué gran película. A ver si me explico después.
Por ahora, esta escena sobre un cuadro menos conocido del holandés, el retrato del tonto del pueblo. De haber tenido dos céntimos, el tonto del pueblo hubiese sido el primer comprador de un cuadro de Van Gogh. Como no los tenía, se lo llevó gratis.
Más adelante en el mismo filme el hombre reaparece para preguntarle al pintor por qué no le pintó la otra oreja.
El caso de Manu es grave. Se pone así porque Cristina Fandango deja un comentario. Mi caso, en cambio, es leve. Me pongo así porque Cristina Fandango no deja un comentario.
En un programa de radio en 1981, el admirable Perec propuso una lista de cincuenta cosas por hacer antes de morir. Cruzar el meridiano cero en el Pacífico para cambiar de día en pleno día. Ir de Uarzazate a Tombuctú en 52 días montado en un camello, el tiempo que tardó Stendhal en escribir La cartuja de Parma. Beber ron rescatado de un naufragio —como hizo uno de mi pueblo, el capitán Haddock.
Supongo que estos desafíos buscan retardar la inminencia del viaje definitivo. Perec moriría pocos meses después, a los 45 años, y no lo sabía al momento de establecer la lista.
Así que me pongo desde ya a hacer mi propia lista. O más bien me propongo ir haciéndola y deshaciéndola, a ver si así dura algo más la entretención.
1. Jugar en la selección y marcar el gol decisivo.
2. Estudiar historia del arte y saltarme los capítulos malos.
3. Volver a vivir una hora de un día sábado de hace muchos años.
4. Caminar entre Conques y Cahors y luego entre Cahors y Rocamadour o Montauban.
5. Entrevistar a John Maxwell Coetzee y preguntarle por qué va cada año a Chile.
6. Navegar desde Valparaíso a Montevideo y vice versa.
7. Avistar la isla de Delos desde la cubierta de una embarcación.
8. Ir del Cabo de Gata al Finisterre andando.
9. Ordenar la bodega y encontrar algo perdido y olvidado y muy querido.
10. Ir desde mi casa hasta la boca del Guadalquivir por la línea divisoria de las aguas.
Es fácil para quien lo conoce por dentro burlarse del arte moderno. Y supongo que tampoco es difícil para quien la conoce bien burlarse de la sociedad sueca. The Square se burla del arte moderno y de la sociedad sueca a veces magistralmente, aunque para lograrlo tenga que activar una y otra vez el mecanismo de la disrupción de lo freak en la normalidad socialdemócrata.
Con todo, hay dos o tres cuadros muy conseguidos—el del condón es ciertamente uno. La factura es impecable. La Palma de oro no la regalan.