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Camino de Santiago
19 mars 2007

Angola, Angola...

Angola, Angola
qué pueblo formidable
pero no moriré de contento
porque sólo estoy aquí de paso
(RM)

Tantas veces se abrazaron el presidente de Angola, José Eduardo dos Santos y el líder de la oposición armada Unita, Jonás Sabimbi, en la capital de la vecina Zambia, a comienzos del mes de mayo de 1995, que el fin de la guerra parecía súbitamente próximo. Incluso se llamaron « hermano », rodeados por los mismos estados mayores de una guerra que dura más de veinte años y que fue calificada por el secretario general de las Naciones unidas como « la peor del mundo ».

Aquel día de los abrazos, los angoleños no se echaron a la calle a celebrar la paz, porque ya lo hicieron otras veces y la guerra acabó siempre por recomenzar. La gente salió a la calle, como cualquier día, caminó mucho, vendió o compró lo que pudo en medio de aquella permanente agitación de las ciudades africanas.

Como en Lubango, la principal ciudad del sur de Angola, que celebra al ganador de una carrera de coches por las calles perturbadas de la que fue una apacible ciudad colonial. Emulando las proezas mecánicas del ganador, los angoleños parecen vivir otra euforia, tal vez la mera posibilidad de tener algo que celebrar en medio de las ruinas.

« Amigo, amigo »
Como en el mercado de Vale tudo (nombre de una telenovela brasilera), en las afueras de Luanda, donde los vendedores son mayoritariamente zaireños, o más bien angoleños que un día huyeron hasta el vecino Zaire (hoy Congo) y luego regresaron en busca de mejores días. Uno de ellos comienza a hacer sonar una marimba, su vecino agrega un corno y el de más allá unas maracas. Un comprador rozagante, probablemente funcionario de una de las múltiples agencias de ayuda de emergencia, se contagia y comienza a bailar. Los zaireños lo rodean y bailan con él al grito de «amigo, amigo».Un perro comienza a ladrar al ufano funcionario. Un pequeño rengo, con una pierna tocada por la polio, tropieza y cae, en medio de las risas de la banda de niños.

Al fondo de la escena, el sol se hunde en el Atlántico. Las islas estiradas de la costa luandense y el perfil barroco de los baobabs desaparecen hasta el amanecer. En los charcos de las inmediaciones los temibles anofeles, cuya mordida transmite el paludismo, despiertan con hambre.

Un poco más lejos, junto a la playa donde duermen decenas de huérfanos de guerra, a poca distancia de donde los bebedores de cerveza orinan el excedente, un grupo de músicos caboverdianos sentados en círculo, bajo una acacia florida, cantan mornas y coladeras, y el sentimiento indecible que despide esa música unta con un bálsamo imaginario la piel de la ciudad costrosa.

Ni una humilde prótesis
Vista desde la altura del altiplano central del país, la geografía angoleña mostraría los gruesos costurones de las trochas ferroviarias que acarreaban antiguamente las riquezas mineras y agrícolas del interior hacia los puertos costeros y las metrópolis coloniales. Angola siempre ha abierto sus venas frente al océano.

Hoy, con los ingresos de la extracción del petróleo submarino, que explotan las multinacionales, el gobierno financia la guerra, mientras que el comercio de diamantes que la Unita trafica por el vecino Zaire sirve a la misma tarea. Los angoleños esperan, refugiados mayoritariamente en la franja costera, la llegada de siete mil cascos azules prometida por las Naciones unidas, lo más claro del tiempo privados de agua y luz.

Angola no escogió como vecinos a la agresiva Sudáfrica del apartheid ni al Congo de Mobutu, ni tuvo suerte dejándose enzarzar por la guerra fría que norteamericanos y soviéticos libraban por procuración sobre su tierra rojiza. El apartheid parece ahora agonizar y el desenlace de la guerra fría se juega de otra manera y bajo otros cielos, pero las venas de Angola siguen bien abiertas.

Como las manos de esas decenas de reclutas jóvenes inválidos que mendigan al paso de los autos en las calles de Luanda, con boina y uniforme de camuflaje. Pasan, sin apenas disminuir la velocidad, camiones cargados con ayuda alimentaria, autos humeantes, motos atronadoras, omnibuses maltrechos, y los reclutas inválidos apuran el paso de la única pierna que la explosión de una mina les dejó, apoyados sobre muletas, en pos de algunos kuanzas archidesvalorizados. El ejército prefiere dejarlos mendigar en uniforme, falto de poder asegurarles una cura de rehabilitación, una pensión de invalidez, una humilde prótesis.

Nada está perdido
En el museo de antropología, o senhor José Teca, tan pobre como elegante, se ofrece para mostrar las salas donde la cultura agrícola ombundu, las armas bacongo o la metalurgia chokwé esconden sus secretos. Una fragua en arcilla reproduce las formas de un cuerpo de mujer ardiendo por dentro, por cuya vulva se derrama el metal fundido. En la cultura chokwé, la mujer no puede ver el fundido del metal, tal como el hombre no puede presenciar el nacimiento de un niño, porque el niño, al nacer, es como hierro fundiéndose.

Al despedirnos, José Teca nos cede un ejemplar de una monografía sobre la evolución de los tronos lunda-chokwé, luego de explicarnos, impulsado por nuestras preguntas, las virtudes profilácticas de la circuncisión, tradicionalmente practicada entre los pueblos africanos.

Angola es un país minado por todas las corrupciones, grandes y pequeñas. Cuentan que una víctima de una inundación salvada de las aguas por un policía en servicio debe, desde entonces, abonarle cada mes quince millones de kuanzas, el salario de un profesor de escuela, el precio de siete cervezas y media. Pero José Teca nos dedica una hora de su tiempo sin intentar vendernos nada, menos aún su monografía.

Desde Bruselas, una ciudad al abrigo del paludismo pero no de la saudade, una postal dirigida al museo de antropología de Luanda, porta esta leyenda : Nada está perdido.

junio de 1995, publicado por La Epoca y la Revue nouvelle

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