Edwards Bello descabezando mitos
En un país donde el arribismo es la autopista por donde vamos todos, en jeep o en citroneta, alguien que como Edwards Bello iba en la dirección contraria provocaba perturbaciones y accidentes.
Joaquín Edwards Bello fue un escritor prolífico, un buen novelista y un mejor cronista. Publicó más de treinta libros y escribió una columna, la más leída y comentada de este diario, Los jueves de Edwards Bello, cuando la gente leía el diario día tras día y no sólo el fin de semana. Fue también un personaje controvertido, bohemio, jugador, brillante casi siempre, opaco cuando quería. En un país donde el arribismo es la autopista por donde vamos todos, en jeep o en citroneta, alguien que iba, como él, en la dirección contraria provocaba perturbaciones y accidentes.
Tras su muerte, en 1968, los ecos de su obra quedaron sonando en el limbo hasta que, en los últimos años, una magnífica novela, El inútil de la familia, de Jorge Edwards, lo trajo de vuelta a la letra impresa. También ha escrito sobre él Salvador Benadava (Faltaban sólo unas horas…) y me entero por este diario que Roberto Brodsky le ha dedicado un capítulo de la obra El asilo contra la opresión a su inveterado antisemitismo. Guy Bajoit, sociólogo belga, autor de obras leídas y estudiadas en Europa, se ha valido, en un ensayo reciente, Joaquin ou le jeu avec la marginalité, de la figura de Edwards Bello para ilustrar sus teorías. Esperemos que se traduzca cuanto antes y se difunda porque resulta notable la reunión de historia personal y colectiva que logra Bajoit apoyándose en la vida del novelista, en su calidad de contradicción viviente y en sus personajes novelescos, Esmeraldo, el Azafrán, la Chica del Crillón.
Impulsado por esa lectura, releo de una sentada Mitópolis, selección de crónicas de Edwards Bello publicadas en La Nación en los años cincuenta y sesenta, precedidas de una entrevista al autor, conjunto editado por Alfonso Calderón en 1973. Impresiona la libertad de tono y la acerada crítica a Chile, a sus mañas y manías. ¿Quién se expresa hoy con la mitad de la pertinencia y la carga crítica con la que arremetía Edwards Bello en contra de la sociedad chilena hace medio siglo? La Mistral dijo de él que Chile tenía en su persona a su “hijo más reprendedor”. Para no contradecirla, Edwards Bello afirmaba que los chilenos vivimos en las zonas más oscuras de la imprevisión: « Después de las cuchipandas: ¡Déme bicarbonato! Al caer de la primera lluvia: ¿Dónde quedaría el paraguas? ».
Alegra reencontrarse, por otra parte, con su cosmopolitismo. Se supone que Chile entonces era provincialismo puro, y el propio Edwards Bello se encarga de recordarlo cada dos líneas, pero su escritura resulta abierta y sin complejos, tanto así que el ancho mundo parece su calle y su casa. Ya en sus lecturas de infancia, Edwards Bello se muestra como un criollo mundano, tan de España y de Inglaterra -o de Brasil o de México- como lo era del entrañable Chile. No sé si hoy se pueda decir otro tanto de los letrados en boga. Algo de Norteamérica reivindican, pero en su variante Miami, y paremos de contar.
Jueves con jueves, Edwards Bello se daba a la tarea de descabezar la mitología nacional. No se salvaban ni Caupolicán empalado, ni Colo Colo insurrecto, ni siquiera Prat, ni tampoco Murieta. Ni la Quintrala, ni Manuel Rodríguez, ni Portales, ni menos José Miguel Carrera, cuyo cráneo todavía algunos buscan y otros veneran. Nuestro cronista de los jueves no dejaba prócer con cabeza. Tenía, por suerte, buenos lectores, que respondían con bien calibradas cartas a sus columnas. E incluso contaban chistes. Doña Eugenia Urquieta, en octubre de 1956: « Un yanqui andaba buscando reliquias del pasado chileno. Un huaso diablo fue a ofrecerle una calavera de O’Higgins. El yanqui, entusiasmado, le pasó veinte dólares. El huaso pretendió repetir y llevó otra calavera chica, de niño. El gringo le preguntó: ¿Y ésa? Es la calavera de O’Higgins, cuando era guaguita ».
PS: Por si alguien se asoma a leer el PDF con la versión impresa de este texto, aclaro que la palabra 'poetisa' con la que el editor engalana a la Mistral no es mía, no acostumbro ofender a las señoritas.