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Camino de Santiago
27 janvier 2010

Todos los burkineses se llaman Ouedraogo

Diario de Uagadugú (3)

Uagá 2000 llaman a la ciudad moderna, un conjunto espacioso de edificios nuevos y en construcción, ministerios, embajadas, residencias. A su entrada campa una versión patosa y vagamente africanizante de la torre Eiffel. Y a su centro, el palacio presidencial. Muy cerca del cual vive ahora Dadis Camara, el ex mandamás guineano, a quien su rival le metió en diciembre pasado una bala en la cabeza. Camara convalece en Uagadugú, mientras el presidente burkinés, Blaise Campaoré, presume de mediar en la crisis guineana.

Después del almuerzo en casa de L, me asomo a la calle a dar un vistazo. En la acera de enfrente juegan unos cuantos niños. La niña más pequeña se echa a llorar desconsoladamente y los más grandes dicen que llora porque tiene miedo del blanco. Me acerco para decirle que no tiene que temerme (caigo en la trampa) y la niña sube el volumen de los gritos. Asoman unos cuantos vecinos a divertirse con la escena. Una de las niñas coge entonces a la pequeña y corre con ella hasta que ambas se van de bruces al suelo. Carcajadas, lloros, regañina. Algo he oído sobre el caracter burkinés, algo he leído. No sé cómo decirlo, ahora lo entiendo.

Ayuda al servicio una muchacha joven, casi una niña. Por sus formas se adivina que ya es madre. Mientras friega, toma a su hijo sobre la espalda. Asoma P, el chofer, y se embarcan en una conversación en moré. Para resultar seductora la niña enfatiza lo infantil de sus gestos y del tono de su voz. Tal vez la niña-madre sea sobrina de L o de su mujer. Con los debidos respetos, también la mujer de L parece su criada.

Por la noche, ceno con B y M, mientras los zancudos cenan en mis tobillos. B dirige un periódico de investigación. No es necesario ir a investigar muy lejos, dice, los casos flotan en la superficie, como la mierda. Al regreso, larga vuelta por esta enorme aldea, que tiene sin embargo un centro con hoteles, bancos y trabajadoras del sexo. No deja de ser notable poder caminar a oscuras sin que te asalten. Ya sé que no debería decirlo, que no hay que provocar a Murphy, pero en fin, lo celebro comprando una papaya a la vendedora callejera y poniéndola en el refrigerador para tomarla muy helada al desayuno.

Por la mañana, el despacho de Radio Francia Internacional es lacónico: en Chile ha ganado el millonario. Lo sospeché desde un principio. Veré si más tarde la capto nuevamente, a ver si dan los porcentajes. A quién le importa saber eso en Uagadugú. A mí.

Unas horas después, la luna nueva se empina en el poniente. De lo que me alegro. No sólo de eso me alegro. En cualquier lugar en que uno esté debería alegrarse, particularmente en África. Lo digo porque he estado mirando por el balcón a mis vecinos cómo comen, cómo se lavan, cómo viven. Y he recordado a M, el médico, quien rehúsa venir a buscar enfermos a África por miedo a contagiarse. (En fin, lo hizo una vez, y quedó curado de espanto). M debe de estar celebrando la victoria de su candidato en la remota Santiago. Ha trabajado duro para vivir en el mismo barrio que el candidato electo.

Antes, debatimos brevemente sobre la cuestión del laicismo. B, viejo pastor peul, me cuenta de la opción salomónica de su padre, quien tuvo diez hijos y una hija. Dividió a los niños, a la mitad los mandó a la escuela de los blancos, a la otra mitad a la escuela coránica. ¿Y a la niña?, le pregunto. Por cierto que no entiende la pregunta.

Los senegaleses cuestionan el concepto. Los Estados laicos han conseguido evitar unas cuantas matanzas, dice alguien. En fin, no sé por qué hablo de esto, habiendo tanto de qué hablar. Del equipo de fútbol local, los corceles de Burkina Faso, que ha sido  derrotado por el de Ghana, en la Copa africana que se juega en Angola. Muy justamente, por lo demás.

Todos los burkineses se llaman Uedraogó, salvo un comentarista de la tele que se llama Bah.

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