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Camino de Santiago
7 mai 2011

Los vascos

Henry James visitó España en 1876. Tenía 33 años, había leído El Quijote y, camino de San Sebastián, desde Biarritz, tenía la impresión de conocer de antemano el recorrido, de repetir un viaje anterior. La facultad de imaginación es contagiosa y, así como James se imagina a sí mismo de regreso allí donde nunca había estado antes, nos lo imaginamos nosotros también, orondo y modoso rumbo a la frontera en un landó conducido por un cochero copetudo. La imagen resulta inevitablemente jocosa, como casi todo lo que tiene que ver con James, novelista serio donde los hubo.

Sus observaciones sobre el paisaje y los pueblos vascos son, a su imagen y semejanza, inteligentes y muy bien formuladas, orondas y modosas también. Si las casas de Biarritz le habían parecido muy españolas, las mansiones donostiarras le parecerán, simétricamente, muy francesas. Donostia es el Biarritz español y viceversa, y ambas ciudades se parecen a Brighton, concluye James, para equilibrar. Como admite que soñaba desde hacía años con España, comienza a verla dibujarse antes de poner un pie en ella, aún en Biarritz. Además de por el color de las casas y la atmósfera meridional, España se le muestra en la cara y en los modos de los habitantes del lugar. Su descripción de la población local no tiene desperdicio y merece la pena copiarla íntegramente (tomada de De París a los Pirineos y traducida por Miguel Ángel Martínez-Cabeza):

‘Lo más pictórico de Biarritz es la población vasca, que rebosa de las provincias españolas adyacentes e inunda las sinuosas calles. Pasan todo el día en los lugares públicos, se sientan en los bordillos de las aceras, se aferran a la pared de los acantilados y vociferan continuamente en una lengua estridente y extraña que no tiene afinidad identificable con ninguna otra. Los vascos parecen lazzaroni napolitanos más robustos y ahorrativos; si bien el parecido superficial es considerable, la diferencia los favorece ampliamente. Aunque los sujetos que observé en Biarritz parecían disfrutar de un exceso de tiempo libre, no tenían ningún aire perezoso ni indigente, y parecían tan poco dispuestos a pedir favores como a concederlos. Las carreteras que conducen a España estaban salpicadas de ellos y aquí iban y venían como con una importante misión –la misión del mismo y abominable Don Carlos'.

‘Me pareció una raza muy hermosa, prosigue James. Los hombres van invariablemente bien afeitados; las barbillas suaves parecen una práctica verdaderamente religiosa. Llevan unas gorras pequeñas de color granate, parecidas a las de los marinos, camisas de tejidos oscuros y unos curiosos zapatos blancos hechos de trozos de cuerda unidos –un artículo de arreglo personal que los hace parecer miembros honorarios de un club de béisbol. Llevan la chaqueta como una capa, colgada de un hombro, van con la cabeza muy alta, balancean los brazos con decisión, caminan muy ligeros, y cuando uno se los encuentra en el campo al anochecer, cargando colina abajo en grupos de media docena, tienen una apariencia del todo impresionante. Con sus tersas barbillas y sus gorras infantiles, de lejos pueden confundirse con un montón de chiquillos muy traviesos; pues siempre tiene un cigarrillo en los labios’.

En San Sebastián, James se siente como si estuviese en Sevilla. Entra a una iglesia y se permite un tête à tête jocundo con una Virgen de tamaño natural. ‘Me pareció una heroína, una española de pies a cabeza’. ‘Era evidente que respondería a su nombre si se le hablara’, afirma, por lo que procede a llamarla Doña María del Santo Oficio. La estatua corresponde a su llamado y le tiende la mano para que James se la bese. ‘Al instante, me dio miedo y me escabullí’, confiesa nuestro autor.

Para pasar el susto, se va a los toros, espectáculo que le resulta tan repugnante como placentero. Consciente de la paradoja, se pregunta: ¿Cómo se puede exponer con elegancia que uno ha disfrutado de algo repugnante? La respuesta está en la pregunta, o en la manera de formularla.

En San Sebastián, como en Biarritz y en Londres, James resulta transparente, a menudo entrañable y casi siempre gracioso.

B

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