El irlandés
La vida de Roger Casement cabe en tres capítulos: Congo, Amazonía e Irlanda. En la novela que Mario Vargas Llosa le consagra, El Sueño del celta, quiero decir.
Las últimas novelas del último Nobel rescatan personajes y episodios de la historia reciente (el déspota Trujillo, el fauvista Gauguin y su tía Flora, ahora Casement) y los presentan al abrigo de una consistente documentación y bajo el prisma de la ficción. No le falta oficio ni aplomo a Vargas para hacerlo; nunca le han faltado, por lo demás, ni cuando se aventuró en sus primeras novelas marcadamente experimentales, cuya materia provenía de su propia vida. Agotado el filón existencial, Vargas Llosa va a buscar otras vidas, por lo que tienen de interesantes y de demostrativas.
Roger Casement conoció medio mundo en su tiempo y denunció lo que el mundo de entonces tenía de peor. La explotación colonial en el Congo a manos del imperio cauchero que montó Leopoldo II, rey de los belgas, a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Y la explotación de los nativos en la Amazonía peruana a manos de las empresas caucheras que cotizaban en la bolsa de Londres. Las denuncias de Casement consiguieron en parte disminuir la bestialidad del esclavismo. Y poco más, salvo que, gracias a ellas, Casement ganó prestigio y nombradía y fue condecorado por servicios prestados al Imperio británico. Irlandés, se revolvió, sin embargo, contra éste, por negrero y artero, y tomó partido por el bando alemán durante la Primera Guerra, por lo que fue declarado traidor a Gran Bretaña y ajusticiado.
El propio Vargas nos previene, sin embargo, ya desde el epígrafe, que un hombre es muchos hombres. Casement, azote de expoliadores caucheros y padre de la futura patria irlandesa, es también el niño huérfano que busca a ciegas la felicidad, ese fuego fatuo, ese paraje improbable.
No parece haber sido un hombre llevadero, ni mucho menos simpático. Hay algo de reiterativo si no de machacador en su postura, tanto así que el personaje contamina en algo al autor. La mano de Vargas se siente esta vez un punto más pesada que de ordinario, particularmente en algunas demoradas descripciones. Pero también hay momentos de gracia en el texto, en su epílogo o en la manera como trata en espiral los tiempos del relato. La realidad enreda los hilos y teje paradojas y el poder se las arregla para ponerse por encima y, como suele ser, Vargas sabe repercutirlo.
Por mi parte, no sabía nada de Casement antes de abrir este libro y ahora, sin embargo, me creo capaz de discurrir toda la noche si me apuran sobre dos o tres facetas de su vida en las que consigo proyectarme y que consigo proyectar sobre mis semejantes. Una vez más, la literatura me empodera. Imaginariamente. Para no abusar de nadie, escribo estas cuantas líneas y lo dejo hasta ahí.