El confesor
Mi tía me cuenta una historia de cuando el propietario de la hacienda donde ella vivía, Don Salvador, era poderoso y pío. En ese orden. A los oídos de Don Salvador había llegado el rumor de que uno de sus trabajadores le robaba. Don Salvador ya no durmió tranquilo hasta dar con la manera de descubrirlo y echarlo. Por ese entonces pasaba por la hacienda la misión que recorría los campos bautizando, confesando y casando. A don Salvador se le iluminó la vela, se vistió de cura y se metió en el confesionario, donde confesó a los trabajadores y al propio ladrón contrito. La penitencia fue severa y consistió en la expulsión fulgurante del trabajador manilargo.
Andando los años Don Salvador enfermó, se sintió muy desvalido y vio en este pecado la causa de sus males, un castigo de Dios. Embarcó a Europa y en Roma pidió audiencia con el Papa, quien lo escuchó en confesión y le impuso como penitencia la exigencia de que tomara los votos de pobreza. Don Salvador repartió la hacienda entre sus hijos y cedió unos terrenos a dos congregaciones, una de curas para que construyeran una escuela para niños, y otra de monjas para que construyeran una escuela para niñas. Mi tía lo recuerda entrando y saliendo de la iglesia, apoyado en su bastón, con ropa de buena calidad pero raída.
Atención a los pecados y atención al confesor. Uno de los confesores que oficiaba tiempo atrás en el propio San Pedro, en el Vaticano, era un impostor y fue desenmascarado por la Guardia suiza. La historia de Don Salvador no parece ser tan rara. Luis Buñuel cuenta en sus memorias cuánta gracia le hacía salir a dar una vuelta en sotana por Madrid.
Por lo visto, no sólo en sotana.