Como si fuera la primavera
Se dice que los humanos somos iguales ante la muerte. La fatalidad, su resultado, nos iguala una única vez y para siempre. «Así que no hay cosa fuerte que a papas y emperadores y prelados, así los trata la muerte, como a los pobres pastores de ganado», dice Manrique.
Es verdad. Pero luego está la manera. No es lo mismo acabar crucificado sobre una colina, expuesto a los cuatro vientos, al escarnio de unos y a la secreta -y culposa- veneración de otros, que expirar al fondo de una mazmorra ignorado y huérfano de todo. Hay muertes escénicas y muertes hors-champ. Así Jean-Baptiste Poquelin, que puso a todo el teatro por testigo, o Federico, de cuya muerte sólo podemos hacernos una idea.
No es lo mismo guardar fila y pedir hora para una socialdemócrata eutanasia que haber adquirido por anticipado el derecho a la eternidad entre los vivos, como Ariel Sharon o el príncipe Juan Friso de Holanda. Por otra parte, sospecho que algunos suicidas, estoy pensando en uno, no pudiendo más con el presente dieron un paso al frente a ver cuánto da de sí la posteridad.
Escribo esto porque por fin es primavera, la que siempre recuerda dos versos manidos, el de abril, el mes más cruel, y el del caribeño aquél que decía que esto era como si fuese la primavera y yo muriendo.
Y también porque me entero de que el presidente Roosevelt, FDR, murió posando para el cuadro que iba a inmortalizarlo. La muerte exacta del prohombre que ha ganado la guerra. Y, a la vez, una muerte como otra cualquiera. Corría abril, la primavera.
FDR en 1893, a los once años