Nelson en su barrica
Leo Los últimos días de los grandes hombres, subtítulo de un libro de crónicas de Patrick Pelloux, crónicas que publicó en su día Charlie Hebdo.
Uno sabe más o menos cómo vivió cierta gente, no necesariamente cómo palmó, salvo en casos señalados donde la circunstancia de la muerte es determinante, Cristo, Molière o Jean Moulin. Y algo se aprende leyendo. Cristo murió por asfixia, afirma el libro, que es como mueren los crucificados. Y Molière no murió sobre el escenario, como todo el mundo cree, sino sentado en un sillón de su casa.
Además de cronista, Pelloux es médico, así es que se ríe de sus antecesores con propiedad. En tiempos en que las epidemias mataban a media humanidad en cuatro días, los médicos se encargaban de acabar con los debilitados sobrevivientes a punta de lavativas y sangramientos. La medicina, antes del advenimiento de la socialdemocracia, se practicaba a domicilio y los hospitales eran albergues para miserables. Sólo los ricos podían ser tratados por un médico, los pobres al menos de eso se salvaban.
Así las cosas la gente moría joven. De todos los prohombres citados, el único que alcanzó edades propias de la modernidad fue Voltaire. Y si lo consiguió fue no sólo por su rechazo a la brujería en su dimensión religiosa, sino también médica. Nunca dejó que lo confesaran ni menos que lo sangrasen. Así, cuando, a los 83 años, sintió llegar su hora, hubiese querido morir en su casa de Fernet. Pero la familia —su hija adoptiva, su prima, su gobernanta— se empeñó en llevarlo hasta París. El viaje acabó con sus últimas fuerzas y, ya en la Ciudad luz, por entonces lúgubre y fétida, la familia intentó extremaungirlo y se dio al negocio afrentoso de vender entradas para que los curiosos presenciasen en vivo y en directo la muerte del maestro.
Lo reseñable en ciertos casos no es lo que ocurrió en las horas previas al último suspiro, sino en las posteriores. Horacio Nelson, sin ir más lejos, murió como era esperable, tratándose de un gran almirante de su majestad imperial, dando órdenes desde el puente de su navío, tocado por el plomo enemigo, francés en este caso (según Pelloux, no me acuerdo de cómo lo cuenta Galdós). Lo notable es lo que ocurrió luego, y es que, para poder prodigarle las merecidas exequias en tanto que señor de los mares, sus oficiales metieron su cadáver en una barrica de gin. Como su navío, el Victory, pasablemente abollado, tardó cinco semanas en ir de Trafalgar a Portsmouth, el almirante Nelson fue por fin enterrado completamente pickle.
Horacio Nelson, óleo de John Francis Rigaud