El aprendiz al sol
APENAS COMIENZA LA andadura de estos diarios y escribe el autor: «Hace una semana que empecé este cuaderno de bitácora y no pienso seguir con esta colosal mentira». Pero bien que prosigue, al punto de publicar ahora estos diarios escritos entre 1989 a 1999, los últimos años del sXX, como bien subraya.
Con el sol a las espaldas, la sombra que se proyecta hacia adelante es ridícula. En cambio, la sombra que proyecta el ciclista contra la ladera o contra los muros blancos de las casas del pueblo, la figura del Aprendiz al sol, de Duchamp, es exaltante. Estas dos figuras se combaten y se completan al filo de estas páginas.
Luces y sombras en los diarios de Montano, un espacio de confesiones y balances: «Una adolescencia algo retraída me ha tenido toda la veintena cojeando; ahora empiezo a enterarme de qué va la historia, pero no puedo incorporarme plenamente a la juventud porque ya he cumplido los treinta». Lo incompleto, la dificultad de precisar qué se quiere y no digamos ya de alcanzarlo. «Nadie se baña dos veces en el mismo río, y afortunados los que al menos se bañaron una», sentencia.
Sobre la adolescencia también, este párrafo es elocuente: «Estaba pensando en el adolescente que fui, tan solitario, tan triste, tan retraído; cuánta torpeza en cada gesto, cuánta coacción. Y miraba con alivio estar ya tan lejos de él, haberlo abandonado; no parecerme hoy en nada a aquel pobre individuo. Pero entonces me he dicho con pena: También tú lo has dejado solo».
Estos son los diarios de un muchacho que se adentra en el mundo de los adultos movido por un rechazo visceral que va lentamente mudando a un acomodo inestable. En estas materias, es una perla esta descripción del perfecto día procrastinado: ««Día de ayuno. Trabajo. Lluvia». Escribí esta anotación al levantarme, y pretendía ajustarme a ella durante la jornada —pero he comido, no he trabajado, ha dejado de llover». «Tal vez ahora soy más dócil pero menos lamentable», concluye más tarde, convertido en guionista de televisión y luego en bibliotecario. «Es fácil ser funcionario. Te haces un esquema de tu vida, y de ese esquema tachas ocho hojas diarias», dirá también.
Y la presencia de los amigos, claro, este diario es también el inventario de los rituales de los últimos años de la juventud y los primeros pasos por la vida adulta de un grupo de amigos que los vaivenes de las mareas acercan y luego alejan. Tanto así que «el valor de un hombre se mide por la cantidad de soledad que es capaz de soportar», una cita Nietzsche que Montano trae a colación y viene al caso.
El autor presenta su indagación sobre la escritura de diarios y su inscripción en el día a día. «El día es una excusa para escribir el diario», llega a decir. «Esta mañana, repasando mis anotaciones de hace unos años, he revivido aquellos días como no los viví entonces». Así expone su tira y afloja con las palabras, que distraen de la realidad: «Aturde saber que nuestras palabras no van a durar, que escribimos en vano». Y también: «Las palabras, su exceso fácil, quincallería que enturbia la relación con la realidad». Al mismo tiempo, las palabras permiten ver la realidad y nombrarla.
Su tira y afloja no es sólo con las palabras, también con los contratiempos que acarrea la realidad: si esperas que en el local de los bajos se instale un comercio tranquilo, una frutería o una tienda de zapatos, lo que se instalará finalmente será un carpintería. Un mérito en esta materia: no hay culpas, a nadie le echa culpas el autor, si no es a sí mismo, y aun así lo hace movido por el amor fati. «Sabiendo que jamás me he equivocado en nada sino en las cosas que yo más quería», diría, echando mano a un verso de Luis Rosales.
Asoman Málaga, Madrid y Lisboa por estas páginas, tanto en primer plano como en tela de fondo, e incluso Almogía, el pueblo familiar, a cuyo paso encontramos un par de pinceladas costumbristas muy bien dadas.
«Algún día, desde otra edad, miraré estos años con la extrañeza de no haber sabido vivir de un modo diferente», afirma el autor. Treinta años más tarde, ahora que los diarios han sido publicados, dan ganas de preguntarle cómo los ve ahora, pero la respuesta está en los propios diarios: «Me he sentido como si estuviese leyendo el diario de otra persona, furtivamente. Hubiese querido decirle algunas cosas al tipo que lo escribió, pero eso es imposible porque ese tipo ya no existe, o soy yo, en todo caso».
Estos diarios tratan finalmente de la manera como pasa el tiempo por nosotros. No son sólo los años y los días los escurridizos, también las horas son subrepticias, y los momentos ya no digamos: «Somos distintos según las horas: reunirnos es una tarea literaria, no siempre escrupulosa».
He leído que estos diarios se leen como una novela, o mejor, como el reverso de una novela. Es verdad que el lector sigue el hilo del protagonista con interés creciente y los artificios del diarista son más llevaderos que muchos engrudos novelísticos. He leído también que el spleen, la melancolía, sería el término que describe mejor su contenido anímico. No lo discuto pero digo que también brilla muy fuerte el sol en estas páginas. Y hay momentos de felicidad gratuita, que siempre es la mejor: «Lo decisivo es tener un cuerpo, ser un sitio en el mundo: entonces el aire de la tarde pasará por ahí, trayéndonos su frescor, otorgándonos una felicidad gratuita».