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Camino de Santiago
30 août 2023

Ocho días en Montenegro

Día uno 

LO PRIMERO es el nombre, Montenegro. ¿Por qué un país balcánico de lengua eslava lleva un nombre en español? Porque hace mil años los navegantes venecianos comenzaron a recorrer la costa dálmata y viendo los montes oscuros que la ciñen llamaron a este trecho en su lengua Montenegro y ese nombre se consolidó en los idiomas de Europa occidental. En montenegrino, en cambio, Montenegro se llama Crna Gora, que quiere decir literalmente montaña oscura, monte negro.

Día dos

Candidato a miembro de la Union Europea con ingreso previsto en 2030, Montenegro adoptó unilateralmente el euro en 2002 sin formar parte de la llamada eurozona. Lo cierto es que, al menos en verano y en la región costera, los precios montenegrinos son más o menos los mismos que se practican en Fráncfort del Meno, la ciudad sede del Banco central europeo...

Día tres

Sobre el tira y afloja de los montenegrinos entre Oriente y Occidente, entre venecianos y otomanos, entre serbios y croatas, la costa y las montañas de Montenegro han sido una línea de fuego a través de la Historia.  Un montenegrino puede ser hijo de yugoslavos y nieto de otomanos o austrohúngaros. «Se pregunta uno qué será de estos eslavos que bajaron de sus montañas y se convirtieron en una verdadera nación», escribía Pierre Loti. Ahora mismo los veraneantes de la playa de Lucice exhiben su mestizaje eslavo-germánico-otomano y se les ve bien aspectados.

Captura de pantalla 2023-08-30 a las 16

Día cuatro

Temprano por la mañana recibo la noticia fúnebre. Me voy a refugiar a una iglesia minúscula del sXVI consagrada al profeta Elías. Estoy solo durante una hora hasta que entra una mujer y me pregunta si trabajo en la iglesia. Enseguida se recoge y se echa a llorar. Me parece que estamos allí por las mismas razones.

Día cinco

Los montenegrinos son altos y por lo visto el culto al tamaño no es nuevo: «Esteban Dussan, que fue proclamado rey joven en 1331, ocupa un lugar importante tanto por su talla (medía dos metros) como por sus actos». Pero también en la mesa del lado —cómo fuman los montenegrinos— hay un niño sentado entre adultos que luego resulta que bebe cerveza y es el encargado del negocio vecino. Parece un niño pero es un hombre pequeño. La distancia cultural produce estas distorsiones. Las monjas ortodoxas que venden objetos de culto y productos locales en el paseo marítimo son altas también y me dejan con las ganas de escucharlas porque no hablan ni media palabra en inglés. Dussan por su parte es serbio y vive en Montenegro y como hizo un erasmus en Barcelona habla español fluidamente. ¿Y catalán?, escucho que le preguntan. Es una mezcla de español y francés que hablan las personas mayores, concluye. Alabamos los paisajes de esta costa y Dussan asiente pero añade que en el invierno hay poco que hacer: de la iglesia al trabajo y del trabajo a la casa, eso es todo, dice. Y lo dice en ese orden.

Día seis

Dubrovnik está a dos pasos de la frontera montenegrina pero está saturada, de manera que decidimos ir a Budva, cuyo casco viejo es una Dubrovnik en miniatura. Las iglesias ortodoxas son tan pequeñas y están tan sobrecargadas de imágenes que suponen una experiencia límite para los iconoclastas. Llama también la atención que el dinero que la gente deja por los objetos de culto quede sobre las mesas y aparentemente nadie lo sustraiga. En la iglesia de la Santa Trinidad me compro un anillo con el Padre Nuestro grabado en cirílico. En la playa de la isla de San Nicolás, frente a Budva, me echo a nadar y en seguida siento que el anillo resbala y cae al fondo. Intento recuperarlo pero no hay manera. Supersticiosamente me siento desprotegido porque, supersticiosamente también, un anillo con el Padre Nuestro suponía una protección. Para hacer flores de mis penas y teniendo en cuenta que ya perdí otro en similares circunstancias en Benidorm, se me ocurre perder otros ocho (Poseidón tendrá diez dedos) en playas mediterráneas cuyos nombres también comiencen con la letra B... 

Día siete

«Mañana me voy de este pueblo y no es que no quiera quedarme» escribí una vez en Extremadura, y lo que vale para Extremadura vale también para los Balcanes. Me pregunto a dónde iría si me quedase por aquí más tiempo: ¿a Croacia, a Bosnia, a Serbia, a Albania o a las montañas del interior de Montenegro? O bien me instalaría a hojear libros en lenguas que no entiendo en la biblioteca de la ciudadela de Budva, desde cuyas ventanas asoma por lado y lado el Adriático. Sobre la puerta de entrada a esa ciudadela luce esta inscripción: «Erbaut im jahre 1836» (Construido en 1836). Creía que  la habían construido los venecianos en el medievo pero ni el idioma ni la fecha de la inscripción lo indican así. Averiguo y, sí, la ciudadela la construyeron los venecianos en el medievo pero la fachada la reconstruyeron los austrohúngaros en el sXIX...

Día ocho

Último día, nadie se enoja. Despedida de Petrovac a la luz de la luna sobre el puerto. Es triste irse de aquí después de tan pocos días pero sería aún más triste no haber venido. 

Día nueve

Tocan a la puerta. El taxista que nos trajo ayer desde el aeropuerto me tiende una bandeja de higos montenegrinos que olvidamos en el maletero. Se lo agradezco y luego me digo que debí proponerle compartir los higos. Pero la generosidad no busca la reciprocidad. ¿O sí?

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