Pedófilo, en el sentido alternativo del término
Travesuras de la niña mala, Mario Vargas Llosa, Alfaguara, 2006 Larga es la lista de personajes literarios
masculinos martirizados emocionalmente -mediante el eficaz te quito y
te doy- por mujeres sádicas o chifladas a las que aman a pesar de sí
mismos. Está el profesor de El ángel azul de Heinrich Mann, por
ejemplo, y aquí, en la última novela de Mario Vargas Llosa (1936), está
Ricardito, a quien las “travesuras” (la palabra es muy suave) de la
“niña mala” lo llevan una noche hasta las barandas del suicidio de cara
al prestigioso río Sena. Fais pas le con !, le grita a tiempo un clochard barbudo, y Ricardito sigue vivo, tan sólo para continuar su
aventura de amor sufrido en París. Porque, y ése es otro tema literario
presente en Travesuras de la niña mala, el narrador y protagonista es
un peruano que ha cumplido el sueño de todo latinoamericano ilustrado,
al menos hasta hace unos años: vivir y pasarlo más o menos mal en la
Ciudad Luz. La niña mala de esta historia es, probablemente, una
personalidad borderline, dañada, propensa a deslizarse en relaciones
(excluido Ricardito, el “niño bueno”) de sumisión tiránica, como con el
japonés Fukuda, que, al parecer, es “pedófilo” en el sentido
alternativo del término, y siempre al borde de la ley. Ella es una
simuladora y, para empezar, se finge chilena a pesar de ser peruana: o
sea, todo mal. Una vez más, si resistimos las primeras páginas
no demasiado electrizantes, seremos seducidos por la pasmosa maestría
narrativa del gran escritor peruano hiperdental, que sabe dosificar su
relato en la medida precisa para que el lector, ya comprometido con la
“estupidez” de Ricardito, no sepa si padecer o reír. Ya se ha
dicho muchas veces: Vargas no suele recuperar, en sus novelas actuales,
la fuerza poética de La casa verde o el intrincado suspenso de Conversación en la Catedral, pero sabe narrar condenadamente bien, y
así seguimos leyéndolo, hechizados (como diría él) por la historia, en
este caso, de un enamorado imposible, generoso y, tal como se recrimina
a sí mismo, un poco imbécil. La niña mala, como es de suponer,
tiene un aspecto “bueno”, casi infantil, y hasta terapéutico en
relación a Yilal, el niño mudo que aparece en uno de los capítulos.
Devolverle la voz, por así decir, es comparable al melancólico regalo
que ella le hace, también, al narrador en las últimas líneas de la
novela. La desdicha, como señaló el propio Vargas hace cuarenta años,
puede ser el germen de toda una poética del arte de escribir novelas.
La diversión (amarga, enervante y reflexiva) está asegurada.
Artemio Echegoyen