El día feliz
Después de gritar el gol y de bebernos el dulce vino y mordido el turrón que habíamos atesorado para la ocasión, nos fuimos quedando pensativos. Pensábamos en Andresito, en su acierto. Iniesta sabía que éramos 800 millones los que mirábamos y quiso dedicar su gol. Somos gente sentimental. Somos gente con memoria. Llevamos con nosotros a nuestros muertos y los recordamos cuando estamos felices, cuando hemos conseguido algo que merece la pena.
Nos quedamos pensando en los mensajes que se quedan sin mostrar, debajo de la camiseta, porque el gol no se da o, a veces, lo que se da es un autogol. Pero el de ayer era el día feliz y recibimos el mensaje.
Ayer también, antes del partido, iba a decir algo sobre mi primer Mundial, el del 62, en Chile. España jugaba en Viña del Mar y no se le dieron bien las cosas. Se lo dije al desayuno a mi mujer: desde entonces estoy esperando este día. Se lo decía a mis hijos, que entristecían cuando les contaba la historia de Eloy Olalla o la de Luis Enrique. Vendrá un día como el de ayer, ya lo veremos, así sea en una tele pequeña. Se lo decía a quienes me soltaban las tontunas que hemos tenido que soportar. Desde entonces estoy esperando este día. Lo iba a decir ayer, pero me pareció que era soberbia decirlo antes de que el día acabara. Y esa soberbia no se avenía con el espíritu comedido del equipo español, comedimiento que se agradece en un mundo de chulos, como es el fútbol.
Ayer, viendo los cobros del árbitro y los patadones en el esternón de los holandeses, por cierto que me acordé del árbitro egipcio El Gandul y del guardalíneas tanzanio en el Mundial de Corea, en el 2002. Esa vez apagué el televisor y dije que nunca más miraría un partido de fútbol. De fútbol profesional, se entiende, de fútbol organizado por la Fifa, esa mafia. El juramento me duró lo que dura el mes de ramadán, y si no lo cumplí fue porque seguía esperando un día como el de ayer. O sea que ni las patadas mal pitadas me echaron abajo la esperanza. España jugaba mejor y acabaría por lograrlo. Casillas había hecho ya lo principal, que era impedir que Robben marcara, sólo bastaba con que llegara el gol. Lo consiguió Iniesta a cuatro minutos del fin. Y se lo dedicó a su compañero muerto.
Ayer fue el día feliz.